Lalo PLASCENCIA*

Los viajes en el tiempo sí son posibles, y no hablo de las romantizadas versiones cinematográficas en las que una artefacto -entiéndase cápsula, automóvil o dispositivo- permiten al viajero programar una fecha destino, me refiero a una auténtica sensación de retroceder y avanzar en el tiempo en una misma región, con una inversión económica mínima y a través de detalles que son inadvertidos por la mayoría. Hablo de un reciente viaje al norte de México que comenzó con cinco días en Monclova so pretexto de mi participación en un congreso y que, gracias a las exhalaciones del Popocatéptl y sus efectos en los aeropuertos, terminó con 12 horas en Monterrey.

Del origen de la vida a los tacos de olla

Cuatro Ciénegas es un municipio coahuilense que adquiere su nombre por las famosas acumulaciones de agua en las que hay formas de vida que resumen y explican el proceso evolutivo del planeta. Estar parado en un parque hoy concebido como destino turístico gracias al capital privado es un viaje en sí mismo: la sensación de conexión con la esencia de la vida surge porque las piedras cuentan sigilosamente las formas en que la Tierra se transformó. Del municipio puede decirse que lleva varios años comprendiendo su relevancia turística y continuamente expanden su infraestructura para concebirse como poblado destino. La inversión en hoteles, restaurantes, calles, museos y el impulso de la narrativa histórica por ser el origen de Venustiano Carranza es evidente. Tras las pocas horas en el lugar me llevé la sensación de presenciar el nacimiento de un futuro gigante del desierto, tal como me pasó alguna vez con Monterrey, Juárez o Tijuana cuando hace más de 10 años los visitaba y tenía la misma emoción de futuro, anhelos y sueños condensados en una ciudad con promesas por cumplir. Presentimientos que espero se hagan realidad por el bien de los pobladores y sus inversionistas.

De Monclova debo decir qué no la entendí bien el principio. No porque sintiera rechazo, sino por mi incomprensión de sus códigos sociales y de las maneras en las que sus pobladores se autoconciben. La confusión se acrecentaba entre más conversaba con sus habitantes y contrastaba su forma de ver la vida con las intenciones de progreso de aquellos que nos llevaron al congreso gastronómico. Lo percibido era una suerte de melancolía y nostalgia, y un sentido de pertenencia en construcción como si apenas estuvieran abriéndose a creer en sí mismos y en su potencial, como una flor de desierto eclosionando tímidamente entre la vastedad e inclemencia del tiempo, como si estuvieran a punto de dar un salto del que ellos mismos no están tan seguros de dar. La delicada y muy norteña combinación entre timidez, candidez, decisión y arrojo que siempre resulta ejemplar.

Fue con el paso de los días que entendí que me sentía como en mis primeras visitas a Monterrey casi 13 años atrás: pisando una ciudad con enorme potencial, con gente de gran ímpetu por desatar esas potencialidades y unirse al flujo de modernidad del resto del país; y todo en medio de un ambiente social un tanto cerrado y a veces conservador resultado de la presencia inexorable de una empresa multinacional que marcó la forma de vida durante generaciones, y que ahora está aprendiendo a moverse en ambientes de modernidad económica, de nuevas rutas comerciales y esquemas sociales. Y así como en Cuatro Ciénegas hace millones de años se dieron las cosas para que la vida surgiera y evolucionara hasta como hoy la conocemos, las condiciones de Monclova suenan a caldo de cultivo que requiere de elementos disruptivos para que la vida suceda. Confirmada estaba la imagen de viajar en el tiempo a más de una década atrás en el noreste mexicano. De regreso al 2023 puedo decir que no hay secretos en esos elementos disruptivos para generar vida, por el contrario, se trata de la adecuada, inteligente, y visionaria combinación de inversión privada, un gobierno sensible a los beneficios económicos y sociales que generan el turismo y la gastronomía, y una comensalidad que esté dispuesta a invertir en nuevas posibilidades que su ciudad les ofrezca. Pero para que eso pase, primero tendrían que aceptar sin temor ni vergüenza que los tacos de olla son uno de los elementos esenciales de su cultura social y culinaria, porque al hacerlo se destaría un proceso de aceptación de lo que son y lo que no son, de lo que pueden y lo que no, es decir, podrían diseñar sin timidez su identidad cultural expresada en lo gastronómico. Confío que al aceptar que parte de la identidad de Monclova se resume en esos muchas veces vilipendiados y despreciados tacos de olla pueda ser el inicio de un largo camino de aceptación de su pasado, presente y futuro.

Menús cuánticos

Parte de este viaje en el tiempo con sede en Monclova consistió en presenciar la oferta de sus restaurantes, y consciente de la permanente influencia estadounidense en la vida cotidiana del norte mexicano, revelé detalles que son dignos de analizarse. Primero, que se tratan de ofertas muy parecidas entre sí porque comparten un claro estilo de comida abundante a modo de buffets o servicio americano en espacios de 120 o más comensales conviviendo al mismo tiempo con decoraciones exageradas y a veces disonantes. Luego, que muchos de ellos comenzaron como espacios sencillos o pequeños y que la credibilidad de sus parroquianos los hizo crecer hasta hacerse de varias sucursales y marcar tendencia entre los habitantes y su competencia: grandes taquerías, grandes desayunadores, grandes buffets de comida mexicana lo confirman. Finalmente, que en muchos de sus menús incluyen detalles que en algún punto de la última década fueron tendencia en ciudades como Monterrey o Ciudad de México y que se quedaron como parte de la cultura gastronómica popular, de fácil acceso, y de probado éxito. Los tuétanos, esquites, el uso de parrilla o brasa para aportar sabores de humo, aguachiles de diversos colores e interpretaciones, tacos con multiplicidad de decoraciones, presencia de algunas cervezas nacionales, y los consabidos espacios de comida rápida y cerveza barata son la oferta que comparte espacio en una de sus avenidas principales. Muchos de esos platos, procesos o estilos de comida fueron moda en restaurantes de vanguardia y hoy son parte del repertorio habitual de los menús en Monclova como un rompecabezas que puede ser entendido solo conociendo la historia de la restauración en México. Olvidados quedarán esos días de los primeros esquites con espumas y mayonesas ligeras de Pujol en 2008, o del uso hasta el cansancio del tuétano al horno Josper de algunos restaurantes de Monterrey en 2011, o el boom de los aguachiles en CDMX hace ochos años. El tiempo hace que las modas se conviertan en usos populares, porque solo el tiempo democratiza lo que alguna vez fue elitista.

Carta Blanca y piquines

Accidentalmente tuve que pasar 12 horas en Monterrey porque el aeropuerto de CDMX estaba cerrado. Mis años de vivir en la ciudad, y la solidez de relaciones de antaño me permitieron contar con la disposición de dos queridos amigos que ya siendo exitosos fueron parte de mi equipo, y que hoy brillan con una luz imposible de esconder.

Jorge Guadiana -chef de Romería y Atarantados-, y Jacobo Melo -subchef de Romería- son dos nombres que guardo en el corazón y en la mente, y fueron mis anfitriones. No teníamos ni una hora juntos y la conversación nos llevó al restaurante Vernáculo del chef Hugo Guajardo hoy famoso por presentar en un espacio dignísimo en pleno San Pedro Garza García cocina norestense tradicional, de esa de las afueras de Monterrey, de los desayunadores y comedores de carretera, de esos lugares donde suena banda, se come guacamole pisado con tenedor, y se bebe cerveza en vaso sin miedo al qué dirán.

Sí, en pleno centro neurálgico económico y restaurantero de San Pedro se sirven tortillas de harina ribeteadas, frijoles con veneno de extraordinaria manufactura, cerveza Carta Blanca sin hipocresías de servirla en vaso desde la barra por miedo a que algunos comensales se ofendieran por su humilde presencia, y chiles piquines en bolsa de papel revolución. Sí, chiles piquines de monte en bolsitas pequeñitas como las que te venden en las calles del centro de Monterrey; sí, chiles piquines de esos que nadie puede explicar porque no se venden en la Carnicería Ramos siendo una efigie de la cocina norestense; sí, chiles piquines de monte y en bolsita como te los venden afuera de las mismas carnicerías Ramos por vendedores ambulantes que a pleno rayo de sol de verano ofrecen conservas o chiles frescos; sí esos mismos chiles que encuentras en locales de dulces típicos antes de llegar a Villa de Santiago, o que niños vendedores ambulantes te venden a escondidas en el Bar Zacatecas o en el Indio Azteca en bolsitas de 50 o 100 pesos la medida; sí, de esos mismos chiles que mucha gente niega su existencia en la cocina de Monterrey por considerarlos de consumo exclusivo de las clases bajas, y que las clases dominantes se negaban a reconocer que también los comían a mordidas o molidos con limón en alguna de sus escapadas a las cantinas del centro, de Guadalupe o de Santa Catarina. Sí, esos mismos chiles que representan el trabajo honesto de muchos recolectores, pero que también han sido denigrados porque su picor era denunciado como obnubilante para los paladares autoconsiderados como finos o no relacionados con la cultura popular.

Sí, esos mismos chiles piquines en bolsita de papel revolución que muchas veces yo llevaba en mi carro o en la bolsa de mi pantalón como un acto de sedición y proclama cuando recorría algún municipio cercano a Monterrey en mis años en la región, ahora los tenía en mis manos dentro de un restaurante en San Pedro Garza García ofrecidos sin vergüenza, con orgullo y sin recelo. Sí, los chiles que representan una conquista silenciosa, una victoria de la cocina popular, un viaje en el tiempo de más de 15 años de anécdotas increíbles con amigos, colegas, fiestas, tristezas y alegrías.

Una Carta Blanca servida sin vergüenza y mi bolsa de chiles piquín puestas con orgullo en una mesa compartida con amigos era un resumen de mi vida, un momento para saber de qué estoy hecho y para qué sirvo, de reconocer que mi mundo se resume en el consumo, la investigación y difusión de los chiles y sus virtudes, pero también de las condicionantes sociales y económicas muchas veces hipócritas o maníqueas que guardan muchos platos o productos en la cocina mexicana. Comer chiles con orgullo a lado de mesas cuyo poderío económico era evidentemente superior al mío era el resumen de mis anhelos más profundos de mis años en Monterrey. Porque para mí, la vergüenza más grande no era comer chiles en frente de comensales supuestamente refinados, sino dejar de hacerlo por cumplir con códigos sociales rancios; porque la verdadera humillación es tener que esconder quién eres frente a otros que juzgan sin sentido ni responsabilidad. Y ahí, en pleno 2023, en mi mesa en San Pedro, hubo chiles y carta blancas en libertad. Viajar en el tiempo nunca fue tan divertido ni revelador: un sorbo, una mordida, y confirmar que esa era mi realidad. Valió la pena el viaje.

 

*Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia

 

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