Lalo PLASCENCIA*

Cuando asistes a cursos de emprendimiento, todos los profesores coinciden que debe tenerse claro qué se vende, por qué se vende y cuál es la diferencia que hay con otros servicios o productos que pueden considerarse como competencia. También, te piden definir claramente cuál es tu modelo de negocio, aterrizarlo en un plan y definir las estrategias de venta o comercialización, para que una vez preparado todo en papel se observen los posibles riesgos, queden claras las curvas de aprendizaje y se definan los tiempos para el retorno de inversión. Cuando el plan está listo, los profesores invariablemente terminan aclarando que la distancia entre lo teórico y lo práctico puede ser tan amplia, incierta y difícil de calcular como un sismo o un tornado.

Todos aquellos que han sido emprendedores y se han sometido a este tipo de cursos formativos o han invertido para estructurar su emprendimiento, coincidirán conmigo que una de las cosas más relevantes de un curso es que te llevan de la emoción a la decepción en tiempo récord, y tal parece que te están preparando para las decepciones de la realidad misma. Formarse como emprendedor en un ambiente universitario es como curtir la piel para hacer guantes: pasado un proceso dolorosísimo, se podría obtener una gran pieza que tendrá que vivir la espera de encontrar un cliente que reconozca su valor.

En 2015, me decidí a convertir mi vocación por el conocimiento en un modelo de negocios y armado de valor, tomé la oportunidad de entrar a la incubadora de negocios de la Universidad de Monterrey. El proceso comenzaba con una entrevista con alguno de los asesores, sin embargo, a mí me entrevistó el director de la incubadora de negocios ya que mi solicitud para entrar al programa le pareció muy diferente a la del resto: lo que yo quería era vender conocimiento en gastronomía que era resultado de un proceso de investigación e innovación del ambiente empírico culinario mexicano, es decir, lo que quería era vender conocimiento.

Tras una entretenida y sincera entrevista, el director en turno me comentó que aceptaría mi propuesta ya que se diferenciaba por mucho del resto. Y ahí, comenzó un mini calvario que hasta hoy agradezco: pude darme cuenta del valor de mi trabajo, visualicé los costos inherentes a la actividad de investigación gastronómica, pude tabular el costo de mis horas de trabajo para poder construir un curso, una publicación, o una hora de asesoría a restaurantes o cocineros que tenía necesidad de seguir formándose o hacer crecer su negocio. En concreto, pude comprender que tanto la investigación como la innovación tienen un alto valor y que cada hora que inviertes debe de ser remunerada en la misma sintonía. Sin embargo, también encontré que, en un país en eterna crisis, para que una empresa comprenda la importancia de invertir en formación -y no se diga en innovación- se vuelve un artículo de lujo, una especie de accesorio y necesario para el crecimiento; nada más contrario a las recomendaciones de los países más desarrollados que dictan que la única solución a las crisis o la pobreza, son la formación y la innovación. Menudo problema tenía y enorme conflicto interno se desarrollaba en mí: tengo un tesoro en las manos, sé cómo venderlo, pero no tengo clientes que lo compren.

¿Por qué tan caro?

En México, poco o nada se valora del trabajo artesanal. Es un conocimiento empírico muchas veces transmitido de generación en generación que además de los costos inherentes de producción, tiene una carga simbólica que debe transformarse en valor económico. La gente regatea, quiere aprovecharse de la persona que en una pieza artesanal (comales, ollas, rebozos, figuras de madera y un largo etc.) resumen muchos años de práctica empírica, probablemente de formación académica y de muchas décadas, a veces siglos, de tradición de un pueblo o una región. En resumen, en México no valoramos el conocimiento ni empírico ni académico ya que siempre estamos tratando de encontrar la manera de resolverlo por nosotros mismos, de hacerlo mejor o más barato. Y hablo en primera persona del plural, porque todos invariablemente lo hemos hecho, somos parte de una cadena de desvalorización de aquello que deberíamos de respetar sin chistar, porque es precisamente ese conocimiento el que nos otorga identidad y sentido de pertenencia, y que muchas veces es lo primero que exhibimos cuando nos encontramos fuera de nuestro terruño.

Cuando tras la formación recibida en la incubadora de negocios pude comprender que una hora de mi trabajo rondaba los varios miles de pesos de costo, también supe que mi trabajo era como la relojería: un acto de precisión, con clientes de nicho que valorarían lo enormemente diferenciado que era el producto y que lamentablemente en México tendrían que pasar diferentes circunstancias para que se aceptara como algo necesario. Vivir en el país en donde “todos creemos que el otro es idiota y que yo sé hacer mejor las cosas que tú”, es casi una religión, dificultaría la venta de un servicio a los costos que requería para convertirse en modelo de negocio rentable. Y lo mismo pasa con el campo mexicano, un kilo de maíz no es lo que cuesta, pero pocos estamos dispuestos o capacitados para pagarlo.

Adaptarse o morir

Consciente qué iba a hacer una tarea titánica, la única decisión por tomar era aventurarse. Vender servicios referentes a educación, formación o asesorías de alto nivel, es mas una tarea parecida a la de administrar o gestionar un hotel boutique, una joyería o una tienda de Louis Vuitton: en la que no todos pueden entrar (hay que aceptar que no todos son buenos clientes) quienes pagan quieren recibir un acompañamiento muy grande por parte de la marca, y que al finalizar la compra tengan esta sensación de seres únicos, inigualables, y por encima de otros. Al final, una de las grandes lecciones es que en efecto, el conocimiento es un artículo de lujo… si poca gente compra diamantes, es porque los valora, yo me dedico a vender diamantes.

 

 

Lalo Plascencia. Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia

 

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