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Lalo PLASCENCIA*

Soy muy vocal sobre mi amor por la Carta Blanca como una de las cervezas que representan la idiosincrasia mexicana. Mi gusto proviene desde hace 20 años cuando se convirtió en un bien escaso y focalizado en algunas regiones, después de haber casi desaparecido de los anaqueles del país por ser considerada de baja estirpe, y varios años antes de regresar con fuerza para conquistar los postureos públicos. El gusto mexicano general es de cervezas ligeras, de trago fácil, de compañía cómoda, y de sensaciones básicas que permitan a los alimentos expresarse en plenitud, en contraste con las intenciones de ciertas elites de buscar una experiencia sensorial en sí misma con cada botella abierta. Sin tapujos: reconozcamos que somos clasistas en nuestros gustos además de arrogantes y mentirosos en nuestras preferencias públicas y privadas. Y es por esto que la observo como representante de nuestra manera de pensar. Me explico.

El complejo estigma como una marca para estratos de bajo nivel socioeconómico durante los años 80 y 90 del siglo pasado es digno de un tratado, porque existen infinidad de factores culturales que lo provocaron, sin embargo, sus consecuencias son atractivas por las significaciones sociales que contienen. Pasada la venta de la neoleonesa Cuauhtémoc-Moctezuma a la holandesa Heineken en 2010, la Carta Blanca regresó con tal fuerza que se convirtió a golpe de millones de dólares de promoción en una de las más influyentes en el noreste y luego en el país. La Caguamita, una versión que recordaba el clásico formato de un litro, conquistó las mesas de las colonias Roma y Condesa de la CDMX en medio de eventos musicales, culinarios y políticos, y desde ahí su camino de regreso nacional quedó sellado. Para 2018, esa versión desplazó la venta de botellas tradicionales en Monterrey, su lugar de origen, y la era en la que ofrecer una Carta Blanca en restaurantes de San Pedro Garza García -el municipio más caro de Latinoamérica- comenzó para jamás irse. Una vez aprobada por la elite, el resto de la sociedad la aceptó sin miramientos hasta consolidarse como un uso cotidiano, que recorre vertical y horizontalmente todos los estratos sociales, y con un halo de orgullo patriota que va de lo escandaloso a lo hipócrita. Es curioso que la misma cerveza que pasó tantas décadas en la ignominia clasista hoy sea motivo de encuentro social y orgullo nacional, porque la cerveza nunca cambió -doy fe de ello- solo los enfoques y maneras en que nos fue vendida. Tal vez como mexicanos somos más víctimas de la publicidad de lo que creemos; tal vez no somos fieles consumidores de un producto, sino de la representación social -aprobada o desaprobada- que contiene. Tal vez la Carta Blanca y su historia habla más de nosotros como sociedad consumista de lo que estamos dispuestos a aceptar. Tal vez nunca lo sabremos y poco importan estas letras. Decide tú.

Recomendación del mes.

Sin rodeos: busca el formato que está en la fotografía. En algunos casos -y son rumores provocados por la misma marca- la calidad de la cerveza es mejor porque su consumo es mayor y pasan menos tiempo en tiendas. Pero sin importar lo que el imaginario colectivo suponga, enfríala bien, bébela directo de la botella, y si es posible, prepara un guacamole picante, unos frijoles refritos con manteca y tortillas de harina de trigo y de maíz recién hechas para acompañarla. Te prometo que tu vida no cambiará sustancialmente, pero la experiencia vale la pena una misa.

 

*Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico dedicado a la innovación en cocina mexicana. El conocimiento lo comparto en consultorías, asesorías, conferencias y masterclass alrededor del mundo. Informes y contrataciones en www.laloplascencia.com

 

 

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