Antonio SALDAÑA*
BARCELONA, ESP.- Duele porque no soltamos cosas: soltamos ideas, promesas, futuros que imaginamos, momentos que ya no volverán. A veces, hasta soltamos partes de nosotros que estaban muy cómodas con eso que teníamos. Y es que el apego no nace solo del amor, también nace del miedo: miedo al vacío, al “¿y ahora qué?”, al “sin esto, ¿quién soy yo?”. El apego se enreda en nuestras raíces más profundas, en lo aprendido, en lo que nos dijeron que era “para siempre”.
Yo he estado ahí. Aferrándome a relaciones que ya no sumaban, a rutinas que me apagaban, a versiones mías que ya no vibraban igual. Y soltar… uf, se siente como si el alma se encogiera. Como si caminaras al borde de un abismo sin saber si vas a volar o a caer. Pero también hay algo profundamente liberador, aunque al principio duela como si estuviéramos rompiendo algo muy nuestro, como si arrancáramos de raíz un pedazo del alma que se había acostumbrado a acompañarnos, aunque ya no nos hiciera bien.
Lo complicado es que confundimos apego con amor. Pensamos que querer es retener. Que si algo duele al irse, es porque valía la pena quedarse. Pero no siempre es así. A veces, lo que duele no es el amor, sino el ego herido. El miedo al silencio que queda después. El vértigo de vernos solos en un espacio que antes ocupaba alguien más. Nos resistimos porque creemos que si soltamos, fracasamos. Pero en realidad, a veces soltar es lo más valiente que podemos hacer por nosotros mismos. Es decirnos “mereces más” aunque parte de ti aún quiera quedarse.
Aprender a soltar es un arte. No es volverse frío ni indiferente. No se trata de cerrar el corazón, sino de abrirlo a la impermanencia. Es aceptar que todo cambia, que nada nos pertenece realmente. Que el amor no siempre garantiza permanencia, y que eso no lo hace menos real. El desapego no es falta de cariño, es presencia sin dependencia. Es poder mirar con amor y decir “te dejo ir”, sin quedarnos vacíos por dentro. Es reconocer que el amor verdadero no necesita poseer ni atar. Que a veces, lo más amoroso que podemos hacer es dejar marchar.
Y sí, cuesta. Porque el corazón se encariña con lo conocido. Con la rutina. Con los abrazos repetidos. Incluso con lo que ya no nos hace bien. Nos aferramos por miedo, por costumbre, por no saber quién seremos sin eso. Pero cada vez que soltamos, también creamos espacio. Espacio para lo nuevo, lo sano, lo verdadero. A veces, para reencontrarnos con nosotros mismos. Para recordar quiénes éramos antes de aferrarnos. Y para descubrir quiénes podemos ser después.
Soltar no siempre significa decir adiós de manera definitiva. A veces, significa abrir una ventana cuando la puerta ya no lleva a ningún lado. Significa confiar en que la vida también sabe cuándo vaciar nuestras manos para llenarlas de algo mejor.
Así que si estás en ese momento, sintiendo que se te va algo importante: respira. No estás fallando. Estás creciendo. No te estás quedando sin nada, te estás quedando contigo. Y eso, créeme, nunca será poca cosa. Porque cuando nos elegimos, incluso en medio del dolor, ya estamos sanando. Ya estamos volviendo a casa. Porque mereces estar donde puedas respirar, sin tener que contener el alma.
Si atraviesas un proceso de soltar, hazlo con compasión hacia ti mismo. No te exijas sanar de prisa ni entender todo de inmediato. Dale tiempo a tu corazón para deshacer nudos, para despedirse de lo que fue y abrazar lo que viene. Busca tus anclas: escribir, caminar, hablar con alguien que escuche sin juzgar. Y no minimices tu dolor, pero tampoco te encadenes a él. Recuerda: soltar no es olvidar, es elegir avanzar. Es confiar en que lo que hoy duele, mañana tendrá un nuevo sentido.
*Master en coaching en inteligencia emocional y PNL por la Universidad Isabel I de Castilla. Nº 20213960. Diploma en especialización en coaching y programación neurolingüística (PNL) por la Escuela de Negocios Europea de Barcelona.
IG: tonosaldanaartista
YouTube.com/c/TonitoBonito