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Lalo PLASCENCIA*

“Pide lo que quieras, pero no te vayas sin probar el de hígado encebollado con guacamole y queso. Pero así diles que te lo den: con guacamole y queso. Es mi favorito.

Confía en mí, te va a encantar”, así me lo dijo un comensal a punto de irse de una de las incómodas sillas de una de las esquinas de Antojitos Fer, dentro del Mercado La Cruz, en el centro de la ciudad de Querétaro.

Con guacamole y queso, enfatizó como consigna del deber ser no escrito, como un tesoro que él -y solo él- hubiera descubierto y estuviera en posibilidades de mostrar. Me compartió no solo su taco favorito, sino su manera de haberse apropiado y modificado a su antojo el menú del local. Porque si bien el guacamole y queso son guarniciones con costo extra, en ningún lugar prohíbe combinarlas y ponerlas sobre guisos que no guardan relación canónica.

Recibí idiosincrasias que son simultáneamente fugaces y demostrativas de la complejidad de la gastronomía como patrimonio vivo. A pesar de mi instinto dubitativo ante una aseveración tan puntual, analicé brevemente mis opciones tras observar el larguísimo menú del establecimiento, y confié en la recomendación del parroquiano como segunda opción después de preguntar sobre las preferencias de la cocinera en turno. Francamente la opción de ella no me atrajo en lo absoluto, y decidí establecer un punto medio entre la recomendación del comensal entusiasta y mi intelectualizado instinto. Pedí uno de moronga y otro de asadura, y uno de hígado con guacamole y queso como final de una triada que podría traerme más disgustos que alegrías. Afortunadamente, y a pesar de mi incredulidad científica, nada falló.

La asadura fue un bocado glorioso de carne de cerdo cocinada lentamente con adobo de chiles secos hasta que las texturas se vuelven melosas. La moronga fue una de las versiones más satisfactorias que he probado en los últimos años de recorridos por mercados mexicanos por su limpieza, templada potencia de notas propias de la sangre y sutil perfume de hierbas aromáticas propias de la región Bajío. Y si bien el de hígado encebollado con guacamole y queso era un tanto estrambótico en texturas y matices porque la proteína en sí misma era deliciosa y en principio no requería de ninguna guarnición, sinceramente era un gran taco por las mismas razones que dictarían a condenarlo como uno malo. Muchas texturas, infinidad de detalles y matices gustativos, notas lácticas y grasas del queso que se confundían con las del aguacate, y que extrañamente equilibraban las condiciones férricas del hígado. El único error que distó de la perfección en todos los tacos eran las tortillas. Pecado imperdonable cuando se tratan de guisos de tan extraordinaria manufactura, de costo medio alto, y en uno de los mercados con más raigambre queretana pero con notables signos de mediana gentrificación. Tendrán que modificarlo cuanto antes si quieren distinguirse de otros locales que sí lo hacen, pero los sabores logrados bien valen un viaje.

Pocas cosas más mexicanas que un taco como formato alimenticio, pero mucho menos pistas para revelar la mexicanidad que la de construir con libre albedrío -y complicidad de las y los cocineros- las opciones formales de un establecimiento. Son las maneras en que las y los mexicanos nos hacemos del mundo a partir de nuestros deseos. Así modificamos o torcemos la realidad hasta hacerla digerible y perfecta a nuestro antojo.

El mundo no es mexicano, pero cuando cualquier guiso se pone sobre una tortilla automáticamente se mexicaniza. El universo es taco, y el taco es universo. En ese sentido hacemos que lo imposible se convierta en contradictorio, y que la contradicción se vuelva estilo de vida. Nada nos es ajeno, nada es tan complejo como para no hacerse, nada es tan potente como para no ser envuelto por maíz, cubierto por salsas y guarnecido sin miramientos. El hígado encebollado no es inexpugnable, porque el guacamole y queso parecen haber nacido para disminuir su hegemonía.

Toda esta reflexión por seguir la recomendación de un extraño. Todo por apartarme por minutos de mi natural antipatía ante las aseveraciones ajenas y dejarme llevar por la más antigua de las coincidencias humanas: la que se tiene con otro ser alrededor de la comida, de un fuego, como testigos de un animal asándose lentamente o de cazuelas de barro hirviendo plácidamente atestadas de preparaciones resultantes de la tradición.

La serendipia en su máxima expresión. Por cuenta propia no hubiera llegado a ese bocado, porque para ese momento jamás se me hubiera ocurrido. Claro que hubiera probado el de hígado encebollado, pero como parte de un deseo de expandir racionalmente mi conocimiento sobre esta preparación que tiene diversas versiones nacionales, y no como una forma de experiencia gastronómica con fines únicamente sensoriales. Y sí, de los siete tacos más que pedí durante ese banquete uno de ellos era de hígado encebollado sin guarniciones. Tenía el deseo de comprobar la pureza del guiso, de la efectividad de la relación entre la tortilla de mediana calidad y el hígado de perfecta manufactura. La intención era -confieso al desconocido Virgilio que seguramente jamás leerá este texto- desmentir la superioridad de la versión con guacamole y queso. Pero como la vida también se trata de dejarse ir sin límites, de romper las reglas propias, de apartarse de la rigidez intelectual y de la dureza racional confieso que la versión con guarniciones sí era superior a la que no la llevaba.

Tal vez soy víctima de mi propia subjetividad, y de los nuevos paradigmas diseñados por la recomendación de un extraño. Pero confieso que dejarse llevar no está mal, y un taco de hígado con guarniciones me hizo recordarlo. Hace más de 15 años, cuando empezaba este camino de investigación, mi regla era precisamente la opuesta a la de mi actual escepticismo: dejarme conducir por la gente, escuchar las recomendaciones, crear caminos jamás planeados como resultado de la interacción humana. Si bien en términos intelectuales me considero más maduro, también la falta de flexibilidad personal me ha hecho menos divertido. Prometo más casualidad y menos racionalidad. El mundo siempre sabe mejor en serendipia.

 

*Lalo Plascencia

Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia

 

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