Lalo Plascencia
En años anteriores he reflexionado sobre los costos de la cocina mexicana. Desde las desproporcionadas diferencias entre el pago a los recolectores de hongos en el Estado de México con respecto al precio de venta de los platos preparados en restaurantes de la CDMX, sobre la falta de dignidad laboral de las plantillas de cocineros y meseros que en muchos casos recuerdan la esclavitud del siglo 16, o las bien conocidas inversiones silenciosas que aquellos con deseos de pertenecer a las estrellas y diamantes tienen que considerar en su presupuesto anual independientemente de lo pagado a publirrelacionistas que lucran con renovados engaños. Es que son tantos los temas económicos que rodean a la gastronomía nacional que cada año hay algo nuevo que encarece los precios de los menús en las grandes ciudades y confirma que la cocina mexicana bien ejecutada ya es inaccesible, elitista y clasista. Por ahora volteo mi vista no a quienes ganan dinero cocinando, sino a los clientes que consideran una buena parte de sus ingresos para entrar a un restaurante que puede o no gustarles, pueden o no entender, o puede o no dejarles con la satisfacción de que lo pagado corresponde a la expectativa. A todos los comensales -que también soy yo- mi sincero pésame.
La experiencia gastronómica
Este insoportable término se ha convertido en el slogan favorito de los preparadores de alimentos en el mundo. “Vivir la experiencia”, “lo que importa es la experiencia”, “más que cocinar, diseñamos experiencias”. Todas patrañas, como si comer bien en sí mismo no fuera experiencia suficiente, y como si hoy valiera más la comodidad de los asientos, escuchar una playlist exclusiva del sitio, que la mixología tenga 235 premios o que el personaje detrás de los fogones haya sido nombrado el genio creativo de la semana para ser derrocado la siguiente por otro más genio y más creativo.
No, no se trata de vivir algo más que buena comida. Se trata de armonizar, de que los conceptos sean congruentes con las narrativas, y de que la comida hable por sí misma acompañada con una explicación sobre ocasionales detalles técnicos o particularidades de los insumos en lugar de los cansinos cuentos de los camareros que después de varias horas de repetirlos con apatía les roban el espíritu a los platos. Y sí, la restauración se trata, por encima de todo, de comer bien y pasarla bien, y no al revés. Se trata de la pulcritud de los sabores, de la congruencia entre lo servido y lo descrito, del equilibrio entre el precio y la calidad, y de que el engaño no sea el último aliño en cocina. A las y los colegas: se trata de enaltecer el oficio y no el ego a costa de cobrarles cantidades indecentes a los comensales que -no lo neguemos- hoy están deslumbrados por tanta guía, tanta estrella, tanto flash y tanta mentira. No abusemos de ellos porque un día se cansarán y lo vamos a lamentar.
Cocina de élite
Me niego a creer que un kilogramo de tortillas de maíz azul nixtamalizado, molido y torteado artesanalmente cueste casi medio salario mínimo en la CDMX. No es porque el grano más importante y su milenaria tecnología no lo valgan, sino porque con esos precios en lugar de contribuir a la preservación del maíz nixtamalizado como fundamento cultural se está convirtiendo en un artículo de lujo. Pero se me olvidaba que muchos de los restaurantes, cocineras y cocineros no tienen como espíritu primario la democratización de los pilares gastronómicos nacionales, por el contrario; y si alguna vez lo tuvieron pues a golpe de premios lo han diluido, y moneda tras moneda, triunfo tras triunfo, y elogio tras elogio fueron cambiando los deseos -otrora nobles pero ingenuos- de que todos comieran más y mejor maíz nixtamalizado.
En el camino se han logrado muchas cosas, pero se está torciendo el rumbo al no advertir que somos parte de una dinámica que pone de cabeza los usos culinarios que por siglos han prevalecido. El nixtamal es un tesoro nacional que no puede ser exclusivo de algunos, que debe mantenerse como un elemento unificador de todos los estratos sociales y no como bien despojado de la base social para hoy erigirse como bandera de aquellos que ostentan el poder económico. Cuando una tortillería se vuelve una joyería porque cambió sus códigos de comunicación y sistemas de mercadeo sin comprender la profundidad intrínseca que le da valor y obviando las necesidades de auténtica protección que requiere el consumo de tortillas de alto valor, entonces algo mal estamos haciendo con el presente que nos toca. Sin maíz no hay país, pero si su protección va a ser controlada por una élite, su consumo se convertirá en una transacción clasista y su difusión un tema exclusivo de un círculo minoritario, entonces apaguemos todo y vámonos de aquí, porque a este país se lo habrá cargado la tristeza.
Todos saben cocinar.
Las clases de cocina son un excelente negocio. Los comensales más avezados siempre querrán cambiar del lado de restaurante que comúnmente habitan: de la silla del comedor al control de los fogones. Sí, que todas las miradas estén sobre ti y que los aplausos ilimitados lleguen como reconocimiento a tu labor es una sensación de poder única. Seamos honestos, son pocos los que verdaderamente pueden hacer una carrera duradera en la cocina, y menos los que alcanzan el nivel de éxito que las listas premien. Pero el dinero que todo lo compra puede construir carreras brillantes y hacer que propietarios de restaurantes que unos meses antes de la apertura de su sitio no sabían ni cortar una verdura se conviertan en poco tiempo en los chefs que México esperaba. Tengo varias historias que reservaré para mi tumba, pero lo que sí diré es que ni los buenos comensales son garantía de éxito cuando inician un restaurante, ni los cocineros son buenos sentados a la mesa. Que los inversionistas sigan pagando cifras millonarias para pagarse su capricho, contraten a grandes talentos culinarios, generen trabajo a decenas de colegas y abran el mercado con opciones diversas. Si bien los caprichos duran poco y generan nada de dinero, quien tiene capital suficiente para invertir en un restaurante tiene la obligación moral de gastarlo y generar empleo antes de creerse que la vida los llamó para suceder a Enrique Olvera. Apuesten por el talento y déjense de pagar carreras, porque cocinar bien para tu familia en una carne asada dominical no es garantía de que sepas controlar un restaurante. Zapatero a sus zapatos.
Lalo Plascencia
Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia