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Lalo PLASCENCIA

SAN LUIS POTOSÍ, SAN LUIS POTOSÍ.- Viajar se ha convertido en un espacio de introspección y aprendizaje a través del encuentro con lo ajeno y lo diferente. Es adentrarme a los códigos vitales de otras personas y disponer los míos para construir espacios comunes que fomenten el diálogo, el crecimiento personal o el compromiso laboral. Viajar es abandonar el suelo cotidiano con la disposición para que lo inusual diseñe otros mundos, y en la imaginación de los involucrados esparcir nuevas ideas sin límites ni caducidades. Se trata, en última instancia, de aprender a ser humanos.

Los días pasados fueron de encuentros juiciosos con mis fondos y formas, mis capacidades de adaptación y comprensión del mundo ajeno. Este año decidí que la mayoría de mis viajes fueran por carretera, porque prefiero la soledad musicalizada del volante para perderme en mis pensamientos en un ambiente controlado por mi voluntad a someterme a los designios de aerolíneas o autobuses que lo único que aportan es ruido mental, ansiedad compartida y microviolencias provenientes del control obsesivo. Pero también mi automóvil se ha convertido en un espacio de soledad casi monástica antes de la convivencia, una especie de suspensión de todo contacto humano para después pasar días hablando, riendo, pensando, planeando y creando mundos alrededor de una cocina o un trago. Este es el resumen de esos días.

Mucho en poco tiempo

Mi memoria física y mental -y creo que hasta la de mi alma- guardan con gran emoción las intensas actividades de los festivales oaxaqueños de El Saber del Sabor hace casi 15 años. Eran días únicos, brillantes, donde la organización territorial de la cocina mexicana se gestaba y los liderazgos nacionales se repartían a fuerza de conversaciones profundas con indecibles cantidades de mezcal artesanal. Eran otros tiempos: los de la ausencia de redes sociales, los de la sinceridad de la palabra a la luz de mezcaleros vacíos sin más compromisos que los de construir ideas. Eran momentos de verdad e idealismo. Confieso que hace unos días, después de tantos años, volví percibir ese golpe de emocionalidad en el estómago que me hizo recordar aquella entrañable Oaxaca que jamás volverá. Fueron muchas cosas en pocos días: cenas oficiales, presentaciones, clases, entrevistas, conversaciones, muchísima gente nueva, diálogos comunes en espacios reducidos, y decenas de micromomentos que me hicieron reforzar la idea de que la fuerza de los grupos está en su capacidad de comunicación y organización, y que la única forma de compensar las distancias sociales, conceptuales o intelectuales está en la cesión y concesión de los deseos personales, arrogantes y egocéntricos para el diseño de lugares comunes. Para ser sincero, lo que sentí en el estómago durante la sobremesa trasnochada tras la Cena de Aniversario del Hotel NH en la capital potosina no fue emoción, fue utopía. Esa energía que mueve al universo, de lo que están hechos los sueños, y que es la única forma de tejer el futuro. Porque cuando las ilusiones solo están bañadas de individualismo y no de idealismo comunitario el fugaz universo que se diseñó en medio de una mesa de extraños se diluye hasta desaparecer tras haber sido consumido por la negra ambición ególatra. Las entrañas del hotel potosino a cargo del chef ejecutivo Juan Carlos Ruiz Alvarado serán testigo de enlaces que se disolverán solo por la falta de cuidado de los involucrados. No permitamos que suceda.

Confortable lujo

A lo largo de los años he aprendido a adaptarme a todo tipo de condiciones de viaje, pero confieso que hay algunas cosas que ya no soy capaz de consentir. No soporto los espacios reducidos ni mal ventilados, ni la aglomeración de gente llena de ansiedad, pagar cuentas altísimas por experiencias mediocres o las larguísimas líneas de espera sometidos a las pedantes formas de los agentes policíacos que por un momento de sus vidas sienten que el poder sobre otros los realiza como humanos mínimos. Pero hay dos cosas que definitiva y profundamente no tolero: una cama incómoda y la mala comida. Lamentablemente a lo largo de mi vida he tenido mucho de ambas, pero en los últimos años -y tal vez sea mi percepción más centrada resultado de un año de tratamiento psiquiátrico- la situación se ha revertido. Mi idea de lujo también ha cambiado con el paso del tiempo, y lo que más valoro es la tranquilidad de los espacios en los que habito (comedores o habitaciones) y en general la sinceridad de quien me recibe.

Nada más desilusionante para los que llevamos varias décadas viajando que la de las altas expectativas no cumplidas, la incongruencia entre los discursos en la venta de un producto o servicio y la realidad consumida, y la arrogante ignorancia que muchos de mis colegas hoy enarbolan. Desde abril un lugar especial en mi corazón lo tiene San Luis Potosí, los chefs locales, el Capítulo estatal de Vatel Club presidido por Carlos García, y los hoteles en los que me han permitido hospedarme. Son espacios cómodos en los que la amplitud de la cama es directamente proporcional con la grandeza del buen trato, la sonrisa de quienes me reciben y la atención continua de quienes se convierten por momentos en mis compañeros de días y noches. Especial mención a lo que viví estos días en la habitación 518 del NH San Luis Potosí con una vista hermosa, atención personalísima del chef Ruíz, y una libertad total para disponer de la amistad potosina. Fueron tres días de lujo traducido en comodidad y calidez, en verdadera anfitrionía que hizo homenaje al espíritu más profundo de la hostelería y restauración: la capacidad de hacerte sentir en casa no como resultado de un inmueble sino por la paz que se siente al estar y que te dejen estar. Gracias a todos los involucrados, pretendo volver.

 

Lalo Plascencia

Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia

 

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