Por Eduardo de Jesús Castellanos Hernández*

Durante los gobiernos que se reclamaron herederos de la Revolución Mexicana -como si una guerra civil pudiera ser considerada una gesta heroica, pero hasta la fecha esto es lo que se enseña en las escuelas-, el Ejército Mexicano fue identificado, de manera apologética, como el pueblo armado convertido en instituciones. La verdad es que el pueblo, la población rural, solo sirvió de carne de cañón para servir de muertos en la lucha entre la élite gobernante y la futura élite. Pero, de todos modos, por lo mismo del discurso oficial sobre ese periodo, no es extraño por lo tanto que en las encuestas sobre confianza en las instituciones sea el Ejército una de las instituciones mejor calificadas.

Para efectos prácticos, los gobiernos civiles alentaron esta visión de los militares, al mismo tiempo que hicieron todo lo posible para alejarlos de cualquier tentación de buscar el poder político; más aún si se tiene en cuenta la tradición golpista de la mayor parte de los ejércitos latinoamericanos. El nuestro no fue la excepción si recordamos el golpe de Estado del general Victoriano Huerta en contra del presidente Francisco I. Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez, a los que además mandó asesinar; aunque por fortuna eso fue ya hace más de cien años. Pero lo cierto es que los gobiernos civiles se han cuidado muy bien para que esto no se repita.

La élite militar desde entonces, y después también durante los gobiernos de la alternancia incluido el actual, recibió una serie de consideraciones y privilegios que se pueden resumir brevemente: falta absoluta y total de fiscalización, vigilancia y rendición de cuentas, e igualmente, impunidad también absoluta y total frente a sus fallas sobre todo en las labores relacionadas con el combate al crimen organizado. Por ejemplo, la Fiscalía General de la República acaba de resolver hace unos días que no existen pruebas para ejercer la acción penal en el caso Tatlaya -sugiero “goglear” este nombre para conocer detalles y darse cuenta de lo que significa dicho acuerdo administrativo de la autoridad responsable de la persecución de los delitos-.

Tradicionalmente, se confió al Ejército las labores de auxilio para ayudar a la población en caso de desastres naturales -otra razón de la percepción favorable- y, más tarde, empezó a participar en las labores de combate al narcotráfico. Esta tarea se fue ampliando cada vez más como consecuencia de varias razones. La primera, el crecimiento de la capacidad de organización de los narcotraficantes así como el fortalecimiento de su poder de fuego. Al mismo tiempo, la dificultad de lograr un control único de todas las policías -federales, estatales y municipales-, así como de dotarlas de la capacidad organizacional y poder de fuego para enfrentar al crimen organizado. De tal suerte que de manera lógica se aprovechó la capacidad militar instalada, primero, para complementar y, actualmente, prácticamente para suplir a dichas policías; puesto que la Guardia Nacional creada mediante reforma constitucional, tiene mandos militares, personal militar y rendición de cuentas de sus operaciones a los militares.

Desde luego que el candidato opositor más importante de los anteriores gobiernos, el actual presidente de la república, mantuvo una posición intransigente en el sentido de mantener los principios constitucionales todavía vigentes que rigen a las Fuerzas Armadas, es decir, que en tiempos de paz los militares no pueden realizar las labores reservadas a los civiles, como la función policiaca, por ejemplo. Sin embargo, una cosa totalmente distinta es lo que ha sucedido ahora que el anterior opositor es presidente de la república. La militarización de la función policiaca se ha dado a través de la reforma constitucional mencionada. Pero, además, se ha ido confiando a los militares una serie de actividades estrictamente de carácter civil en muy diversos campos de la administración pública federal.

Todo esto parecía muy bien puesto que, de una parte, el nuevo gobierno ha privilegiado el combate a la corrupción en todas las actividades donde pueda ocurrir y, también, porque la percepción pública era que el Ejército estaba a salvo de cualquier sospecha de corrupción.

Solamente que, como todos saben, en días pasados el gobierno de los Estados Unidos detuvo en el aeropuerto de la ciudad de Los Ángeles al anterior secretario de la Defensa Nacional y ahora lo tiene sometido a proceso, acusado de incurrir en delitos relacionados con el narcotráfico; delitos de los cuales los mandos civiles -policías, incluida la Guardia Nacional, ministerio público, autoridades hacendarias y demás responsables de la fiscalización financiera- nunca se enteraron. Este desconocimiento nacional de la existencia de delitos por parte del jefe militar abre a su vez dos posibilidades: que nunca hayan existido o que los gobernantes civiles prefirieron no advertirlos.

Desde el punto de vista teórico, se supone que la Constitución establece controles horizontales, verticales y transversales para evitar que el poder político -del cual depende el poder militar- abuse de su poder. Pero resulta que hasta el momento el poder civil se ha desentendido de controlar al poder militar y, además, ha ampliado las actividades de los militares asignándole labores tradicionalmente reservadas a los civiles. Desde un punto de vista teórico, los civiles no solo deben regresar a los militares a las labores propias de su misión constitucional, sino que además deben ejercer la misma vigilancia, fiscalización y exigencia de rendición de cuentas que tienen los administradores civiles, mismas que deben ser igualmente aplicadas por los civiles a los militares.

Ahora bien, para que esto pueda suceder y se evite cualquier sospecha de complicidad corporativa, también desde el punto de vista teórico, no cabe duda que lo deseable es que los altos mandos de la administración militar sean civiles. Quiero decir con esto, que es deseable que el secretario de la Defensa Nacional sea un civil auténtico, no un militar retirado al que formalmente se le considera como civil, sino un civil; esto vale igualmente para la secretaría de Marina y para la Fuerza Aérea. Así sucede en las democracias consolidadas y si bien la nuestra está lejos de ser considerada una democracia consolidada, no tengo duda de que es necesario someter a los administradores militares a los mismos parámetros de fiscalización, vigilancia, transparencia y rendición de cuentas a que están sometidos los servidores públicos civiles.


*Doctorado en Estudios Políticos por la Universidad de París (Francia), posdoctorado en Control Parlamentario y Políticas Públicas por la Universidad de Alcalá (España) y en Regímenes Políticos Comparados por la Universidad de Colorado, Campus Colorado Springs; doctorante en Derecho en el Instituto Internacional del Derecho y del Estado (CDMX).

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