Lalo PLASCENCIA*
Pocas veces puedo escuchar que un maestro de la profesión hable desde la paz del retiro, en completa comprensión de su lugar en el mundo. Porque cuando los presencio van del estilo torbellino de arrogancia insufrible al de evangelizador paladín de la humildad posmoderna, y todo en foros de tiempos limitados y claros fines comerciales que simplifican los tiempos de argumentación a simples líneas y videos, aumentan las posibilidades de exaltación ególatra de los protagonistas, y reducen al auditorio a espectadores con dos funciones: aplaudir y cerrar la boca. El hombre hablando desde la plena conciencia de sí mismo era Michel Bras, el consagrado de Laguiole, en su visita al país organizada por Oswaldo Oliva, de Lorea, en conjunto con Vatel Club México. Ese que durante sus años en activo inyectó de vida a las mesas francesas que por un tiempo fueron opacadas por el poderío español, y sus preceptos provocaron nuevos estilos culinarios, influenciaron a otros maestros y a generaciones enteras de cocineros. Ahora desde el merecido retiro -descanso que otros no tienen ni la humildad ni la visión para otorgarse- se limita a expresar verdades desde la prudente reflexión, del análisis serio de sus actos, y de la autocrítica como la principal herramienta para convocar al cambio.
De renuncias y lecciones
Tengo conflictos con las posturas que renuncian a un premio o reconocimiento. No estoy juzgando las razones manifiestas o implícitas de la decisión -que en muchos casos son justificables- sino los efectos que causan en quienes, desde otra posición, reciben los argumentos e implicaciones del acto. Me refiero a la resistencia y reticencia de Bras sobre los galardones de la Guía Michelin, la Gaul-Millau, The 50 Best y otras tantas listas que le reconocieron en su vida. Me explico.
El acto de exhibir renuncia desde el privilegio de poseer aquello que otros desean implica primero poseerlo, recibirlo, gozar de sus frutos dulces o amargos, y luego reflexionar para desistir aduciendo que no era el camino que buscaban o que sus compromisos no le eran compatibles a su vida. Es cierto que hay quienes reciben algo sin pedirlo o buscarlo, pero son más los que están en la necesidad de obtener los beneficios y consecuencias, aunque al final se transformen en situaciones perniciosas y terminen convocando a otros a la reflexión y el rechazo, construyendo un círculo vicioso del que todos se benefician, pero del que terminarán afirmando, desde una incierta humildad, que sus costos no valen la pena. Es evidente que la persona que recibe un galardón cambia su forma de ser, sus maneras de vivir, y que no es la misma persona quien renuncia a un premio que quien lo recibió. Hay razón en aquello de que la sabiduría se expresa en cambios de opinión y que nadie experimenta en cabeza ajena, pero es que en muchos actos de renuncia existe un halo de heroísmo que hay que someter a cuidadoso análisis por las implicaciones egocéntricas y maniqueas del acto.
No acuso a Bras de retórica hipócrita, pero mientras le escuchaba también advertía que no ampliaba su argumentación, tal vez por la traducción simultánea, los deseos de compartir sobre diferentes temas o por razones que se quedarán en su alma. Sin duda, su audiencia debimos de haber preguntado más y mejor para ahondar en sus motivos, descifrar los entresijos de sus dichos y revelar juntos una respuesta que honrara su visión y atendiera los rostros dubitativos de quienes lo escuchábamos. Mea culpa.
Es cierto que el prestigio por un reconocimiento de esa magnitud conlleva una serie de obligaciones comerciales y mediáticas que terminan transformando al galardonado en un instrumento de otros, un títere cuyos hilos son controlados desde oficinas a cientos o miles de kilómetros, y compelidos a dejar sus cocinas para participar en presentaciones, encuentros con otros en la misma situación, innecesarias entrevistas, o viajes cuyo único propósito es la exhibición del grupo erigido como la autoridad en un país, continente o el mundo; hasta viajar para la ceremonia de otra lista para investirse con las necesidades de quien premia y transformarse en nuevo instrumento de quien organiza, y continuar el ciclo hasta el final de los tiempos o del presupuesto que sufrague dichos premios.
La paradoja del siglo 21 gastronómico consiste en que se premia a un cocinero o restaurante por el buen trabajo que hace en sus cocinas y mesas, y termina abandonándolas para atender los deberes de quienes le premiaron poniendo en riesgo la misma actividad por la que fue reconocido. Es el laberinto cuya única salida parece ser resistir y renunciar con el riesgo de que los dueños de los intereses económicos te condenen al exilio, o te concedan la gracia de mantenerte entre sus filas como una especie exótica, como el rebelde o disidente, como la anomalía o excepción que confirma la regla de su poder. Michel Bras no es el primero ni será el último en hablar con razón sobre las complicaciones de los galardones, pero es cierto que él lo hace desde la virtud del retiro, de haber abandonado a tiempo un estilo de vida que primero otorga felicidad y luego te la quita. La dicha a cambio de una placa con estrellas, flores de lis, diamantes, firmas rimbombantes, o estatuillas flacas o regordetas exhibidas en las puertas de entrada, que se exhiben como síntoma de calidad culinaria y de diferenciador de quien es bueno y no lo es dentro del oficio. El mercado son las guías y el bien ofrecido es la felicidad. La gastronomía envuelta en oropel jamás superará a la sinceridad de cocinar desde la paz y libertad; a veces coinciden, pero hoy parece que estamos destinados a comer en lugares con laureles en la puerta y platos sosos en la mesa. Menuda utopía tenemos por construir, que la felicidad sea nuestro camino.
Lalo Plascencia
Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia