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Lalo PLASCENCIA

De Taylor Swift no conozco más que el nombre y un par de canciones. Confieso que me parece sosa y repetitiva. Pero eso no evita declararme en mi sober era, en pleno uso de mis facultades mentales y emocionales. Y si quieres saber por qué me encuentro en pausa del alcohol, te pido consultes textos pasados. Dicho lo dicho, confieso que en materia de probar vinos sigo explorando desde la cautela casi ascética y más parecida a la disciplinada forma de los sommeliers: mucho olfato, poco sorbo, escaso trago y mucho análisis. Más conversación que deglución. Más bla-bla que glu-glu.

“Si la comida sabe mejor cuando se piensa, el vino debe analizarse para comprender sus secretos”, dirían esos urgidos de mostrar intelectualidad. Esos que prefieren mantener la copa en mano, alzando las cejas para hablar con desdén de una región de vinos a la que jamás han ido, mientras beben sin la menor idea de lo que están probando. Esnobismo le dicen los académicos, insufribles les digo desde la serenidad de mi pluma.

Este espacio editorial tiene más de una década testificando que mi aproximación al mundo de las bebidas es más experiencial que intelectual. Se trata de verlo como un complemento divertido de los alimentos, sin tanto análisis técnico porque ni es mi mundo profesional, ni es mi intención doctoral. En ese sentido son los maridajes- simbiosis dije por ahí de 2016- partiendo del alimento como eje rector y no al revés.

Pero siempre hablamos de lo exitoso que fue una combinación, de lo virtuoso del retrogusto, y de la sintonía entre bocado y sorbo. Pero hay que decir que el 10% de esas experiencias apenas salen bien libradas, mientras que el 90 restante se debaten entre la subjetividad de quien prueba, la intensidad cansina de quien la explica, y la ebriedad de quien departe en la mesa. Para los consumidores comunes, los primeros dos tragos de un menú de seis tiempos pueden distinguirse y hasta analizarse, pero al llegar a la mitad del servicio probablemente el calor alcohólico ya haya atrapado los paladares y confundido las mentes. Al finalizar el menú -y probablemente con mezcal en mano- el maridaje siempre será exitoso porque dejó felices a la mayoría, y no por qué sus condiciones organolépticas hayan sido memorables. De esas experiencias no correrán ríos de tinta, pero sí muchas sonrisas de recuerdos compartidos, una que otra resaca bien ganada, y si el vino hizo su efecto, nuevos amigos o amores en la puerta.

Recomendación del mes.

¿Cómo plantear un buen maridaje? Primero, pensar que la comida casi siempre lleva la batuta por lo que exagerar en picantes, especias, intensidades en salsas, o sazones puede destruir un vino. Segundo, someterse al empirismo: prueba y error, probar, errar y volver a probar; para saber de maridajes hay que equivocarse indefinidamente hasta acertar. Tercero, jamás guiarse por los precios; si no se invierte en los insumos para la comida no veo la congruencia en invertir miles de pesos en un vino. Finalmente, romper esquemas: blancos con barrica para carnes rojas en salsas, pescados con tintos ligeros, espumosos rosados para los quesos, champagne para abrir la mesa. Nada más bello que comer y beber sin mayor pretensión que la de la saber.

 

*Lalo Plascencia

Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico dedicado a la innovación en cocina mexicana. El conocimiento lo comparto en consultorías, asesorías, conferencias y masterclass alrededor del mundo. Informes y contrataciones en www.laloplascencia.com

 

 

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