Lalo PLASCENCIA*

Hace una década mi cuerpo y mente estaban sumergidos en la inmensa quietud yucateca; lejos del bullicio de las grandes ciudades, lejos de la ansiosa intensidad con la que el gremio gastronómico quería devorarse al mundo. En uno de mis viajes de regreso al entonces Distrito Federal, un querido amigo (que por respeto a la distancia autoimpuesta que hoy guarda del mundo culinario, no revelaré su nombre) me llamó para vernos, conversar sobre el devenir del ambiente profesional, y disfrutar de la flamante apertura de uno de los restaurantes más prometedores del momento. No imaginábamos -aunque era ilusión compartida- que ese sitio sería uno de los mejores de Latinoamérica de acuerdo a las controversiales listas de dos lustros después. Justo un día antes del encuentro, mi colega confirmó la reserva -que para aquél entonces la lista de espera era corta o casi nula-, y antes de terminar la llamada me inquirió sobre mi año de nacimiento. Sin imaginar lo que haría con mi respuesta, confesé ser orgulloso miembro de la generación del 82 del siglo pasado, colgamos la llamada y olvidé su pregunta. Con más expectativa del reencuentro que del menú a degustar -del que tenía ganas de ser testigo de la genialidad del chef propietario- comenzamos la comida y sin más mi amigo me entregó un paquete cerrado. A todas luces era una botella de vino, no solo por la forma sino por el frío que emanaba del interior que revelaba un contenedor de vidrio, y porque a mi amigo le precedía fama mundial de experto en el mundo enológico. Me pidió que lo abriera y de su interior emanó -y uso el término porque esa es la sensación que hasta hoy tengo solo de recordarlo- una preciosa etiqueta que versaba Château Mouton Rothschild 1982 decorada con una ilustración a la acuarela original de un carnero y un racimo de uvas. Con la sorpresa aún en el alma la siguiente afirmación de mi interlocutor me sobrecogió: “tú decides qué haces con ella, guárdala o ábrela cuando quieras”. Fueron segundos de emoción sincera, de total duda sobre si guardar o no guardar dicho tesoro, sobre cómo y dónde guardarla, sobre cómo y con quién la compartiría… Desde entonces revisito ese recuerdo para saber si tomé o no la decisión correcta. En ese entonces estaba a punto de cumplir 30 años -hoy a punto de entrar a los 40- y la felicidad me embargó por ese regalo. Te invito a ver la foto que acompaña esta nota y adivinar mi decisión. Al terminar cuestiónate qué hubieras hecho. Si tomaste la misma decisión, seguramente podríamos ser amigos. Solo digo que esa tarde con mi colega lo puesto en copa fue por años luz más memorable que la comida. La vida es corta y hay que tomar las decisiones para vivirla.

Recomendación del mes

¿Quién decide qué se guarda o que se abre? Creo que es el propietario de la botella quien decide. ¿Un regalo empolvándose esperando el momento ideal o un recuerdo imborrable que quedará enmarcado para siempre? Hay vinos para guardar 10 años o toda una vida, y hay otros que se abren jóvenes para alegrar la tarde. Sin importar la calidad o fama más vale un recuerdo vivido, que una promesa de vivir. Sorpresiva recomendación de vino mexicano para guardar: L.A. Cetto Nebbiolo Reserva Privada.

En 2020 abrí una versión de 1997, fui testigo de su último suspiro y confirmo que murió con dignidad.

Lalo PlascenciaChef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico dedicado a la innovación en cocina mexicana. El conocimiento lo comparto en consultorías, asesorías, conferencias y masterclass alrededor del mundo. Informes y contrataciones en www.laloplascencia.com

 

 

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