Lalo PLASCENCIA*
CÁDIZ, España. A casi nueve mil kilómetros de distancia de la Ciudad de México mi mexicanidad tiene tintes de reflexión académica bañada de una nostalgia no melancólica, de una reflexión en felicidad y no en saudade. A tres años de haber concluido un periodo en el que habité España de manera cotidiana, los pensamientos son más de feliz cierre y conclusión que de agobio o tristeza. Se trata de un regreso distinto, por una puerta diferente, desde una perspectiva e interés enaltecedor.
Independientemente de las formas de mi regreso -que ya comentaré en el texto- España siempre me ha ofrecido esa “sana distancia” necesaria para la reflexión sobre la identidad personal y colectiva, una elegante manera de decir que a veces para saber quién eres debes retirarte del epicentro de la pregunta; y en el caso del “ser mexicano” a veces -y en la medida de lo posible- se debe salir de México para encontrar nuevas aristas, pulir otras, encontrar huecos en las certezas, pero sobre todo promover la discusión sobre aquellos supuestos que son los lugares seguros de la identidad que con la frecuencia de su uso se vuelven máscaras encarnadas en el rostro hasta que se diluyen para siempre en la piel. Y es que esas máscaras son de vital protección de la esencia más profunda de lo personal y lo social, son formas de asegurar cierta paz interior al navegar el océano de preguntas y respuestas; son diálogos internos que se transforman en sonrisas y llantos reprimidos; son formas de conciliar con el pasado y futuro del colectivo que toma tintes de presente incierto. Pero siempre de frente al sol, sonriendo y con deseos sinceros de mejora continua, es decir, de ponerle mejor cara a lo que depara en el camino por seguir. La reflexión sobre la identidad nunca sobra, siempre altera, pero también siempre genera.
La distancia necesaria
En materias de identidad conviene irse, pero no tan lejos, separarse, pero no alienarse, protegerse, pero no aislarse. En mi caso, España me ha ofrecido la aparente e incierta comodidad del lenguaje: estar en Europa con las condicionantes propias del continente -sus luchas internas, su relación con el resto de los países, con la total prisa por destacar en un ambiente geopolítico que parece repetirse a sí mismo cada 50 años- pero con el punto de encuentro del lenguaje. Si la gastronomía y sus expresiones culinarias no hubiesen sido mi camino, seguramente la lengua y sus formas de ida y vuelta serían mi pasión. Sinceramente, prefiero la cocina porque aunque las distancias sean muchas un bocado perfecto conciliará hasta a los guerreros más atrevidos. De ser imposibles los puntos de encuentro, y así como aquellos amantes tenían a París como su lugar de idilio, los mexicanos siempre tendremos al mezcal como el potente aliado para diluir las tensiones de un ambiente confrontador. Que diluir no significa eliminar o convencer de facto, solo es un recurso para respirar profundamente, saberse convencido de las verdades propias y convocar a la comprensión de las verdades ajenas. Poder expresarme en español y ser comprendido aún con todas las sutilezas de nuestro mexicanizado castellano es un alivio que con el pasar de los años he descubierto como paliativo de mi ansiedad social. Coincidir con los españoles y españolas en el gusto por la comida y la bebida me ha hecho sentir en confianza, con una mexicanidad asegurada, y con más preguntas que respuestas sobre el por qué somos como somos.
Cicerones gaditanos
La costa gaditana siempre la he encontrado como la otra parte de mi rompecabezas de identidad. Una sola pieza con dos lados que me son significativos: de un lado Veracruz y del otro Cádiz, y en medio un cuerpo de agua que parecía infranqueable hasta hace 500 años. Son casi ocho mil kilómetros de distancia marina, el suficiente espacio para que nuestra relación tenga las tensiones disminuidas y los reencuentros sean totalmente significativos. Estoy seguro que de amor y de comida están hechas las fibras que construyen las historias trasatlánticas; pero cuando el amor se acaba es la poderosa relación con la comida la que marca los destinos. Es que casi no hay diferencia entre amar una empapatada de Misantla o un pescaíto adobado y frito, y en ambos lados del océano el café o la cerveza a la orilla del mar siempre será libación para la pena, y motor de sonrisa mañanera.
Mi regreso no pudo ser de mejor manera, y de la mano de mejor gente. El máster Gestión e Innovación en Cultura Gastronómica instalado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cádiz me extendió la invitación a través de su director José Berasaluce para convertirme por 12 horas en profesor del curso. Con el tema “la cocina mexicana: tres mil años de evolución” propongo una forma muy compacta de comprender la mexicanidad, reflexionar sobre sus intrínsecas y explícitas conexiones con el Cádiz virreinal y moderno, y comprender que en materia de gastronomía mucho tenemos de similares y poco de distancias. En muchos sentidos, es el mar el que físicamente separa porque las evidentes coincidencias se han entreverado en la cultura de ambos pueblos hasta reconocerse como identidad propia, de supuestos y seguridades compartidas, de sabores que se dicen propios, pero con conexiones inconscientes que solo requieren de un primer bocado de conciencia para advertirlas.
Estar en Cádiz no es estar lejos de México y viceversa; solo cambian las formas porque los fondos parecen estar atados desde hace cinco siglos. En ambos lados se recuerda lo que se debe, duele lo que merece la pena, se come lo que hace feliz, y se bebe, baila y canta como si el mañana no existiera. Cambiarán las inflexiones del español, y los picantes serán más o menos intensos, pero es la búsqueda de la felicidad -no paliativa sino de sinceridad profunda- lo que une a ambos pueblos. Ser mexicano es tener un punto de gaditano, y ser gaditano es llevar un mexicano en potencia que solo buscará el pretexto para materializarse. Mole y oloroso, pescaíto frío y mezcal. La identidad se construye comiendo y parece que en ambos lados es mucho de lo que sabemos hacer.
*Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia