Lalo PLASCENCIA*
La cocina mexicana pasa por un momento único: es reconocida globalmente, casi todas las listas del mundo, cuyas condiciones lo permiten, incluyen sitios que ofrecen alguna interpretación de cocina nacional, hay cocineras y cocineros mexicanos regados por todos los niveles de la restauración global e incluso algunas cocinas laureadas son regenteadas por connacionales que tras muchos años fuera del terruño hoy determinan la suerte de la cocina internacional. Dentro de México, cada año son más las ciudades con sincera distancia de los consabidos patrones centralistas y que en el camino han desarrollado una identidad la mayoría de las veces única, propia y distintiva. Como referente paradigmático -muy a mi pesar pero de vez en cuando hay que utilizarlo como recurso- la Ciudad de México se erige como una excelente vitrina para comprender lo bueno y lo malo que sucede en casi todas las ciudades del país.
La muy polémica y altamente analizable gentrificación ofrece reductos como las colonias Roma, Condesa y Juárez que revelan simultáneamente una capacidad de innovación y blanqueamiento: siete de cada diez bares, cafeterías y restaurantes son concebidos como espacios bellos para gente bella, dignos de la mejor presencia influencer y deseosos de cumplir con los cánones instagrameables que -a fuerza de altas inversiones- las muy demandantes marcas de bebidas, alimentos y del lujo en general requieren para promover sus productos o servicios. Los otros tres de diez sitios que no cumplen con esas condiciones seguramente es porque se resisten a hacerlo, están en vías de transformarse o viven a la sombra de alguno de aquellos lugares que por su altísimo éxito les es imposible atender a toda su afluencia y, sin buscarlo, reciben a la misma clientela que al cabo de un tiempo les demandará dichos cambios.
El caso de la taquería Los Cocuyos es una de las muestras de la insaciable transformación gentrificadora, porque para ser sinceros pocos notan el ambientazo de la anacrónica cantina que se ubica a la derecha de la taquería, casi nadie podría decir cuántos pisos tiene el edificio donde está situada y solo algunos observadores o detallistas notan el mal gesto que casi siempre tienen los dueños al tomar la orden y entregarla. Lo importante es la foto, ser parte del cúmulo de historias y hashtags y después, moverse al siguiente lugar para seguir haciendo lo mismo, una y otra vez sin saciedad. Voracidad consumista de la que no nos salvamos nadie: todos somos parte del problema, todos lo usamos en mayor o menor medida y todos queremos un poco del elíxir egocéntrico y ególatra de las redes sociales que cuesta poco pero exige mucho. En materia gastronómica somos voraces, adictos y egocéntricos.
Lo raro de lo original
De manera general, podría decirse que México ya alcanzó el sueño que otros justos comenzaron a soñar hace varias décadas. Todos los días varios cientos de restaurantes son abiertos, miles y miles de fotografías en redes sociales son publicadas por cocineras, cocineros, propietarios o comensales para mostrar la genialidad de sus creaciones o espacios, y todos los días se realizan decenas de eventos que exaltan el nivel culinario que ya se tiene en las ciudades de mayor densidad demográfica. Pero también cada día los patrones son más evidentes: los conceptos son muy parecidos, el discurso estético tiene formas y fondos cada día más similares y los muchísimos menús deambulan entre el desenfado millenial, el aburrimiento creativo y la golosidad vulgar.
Y pongo el dedo en la llaga: tal es el sutil patrón de coincidencias que muchos de los espacios que se dicen con propuesta gastronómica -y otros que no lo afirman- sirven sus menús en exactamente la misma vajilla. A primera instancia este hecho parece inofensivo, pero toma otras tonalidades al saber que se trata de lugares separados por varios miles de kilómetros entre ellos. Sí, restaurantes de Tijuana, Monterrey, Oaxaca, Chiapas, Puebla o Playa del Carmen usan los mismos platos, la misma vajilla repetida, las mismas bases para la creatividad del cocinero que se dice apropiado de su identidad y exponente de una restauración local única en el mapa.
Antes de que me acusen de pedante reconozco que pasa lo mismo con la cristalería -muchos negocios con propuesta gastronómica invierten en copas Riedel o Schott Zwiesel porque sacan lo mejor del vino servido- sin embargo, este se trata del nivel más alto de calidad de copas e invertir en ellas es casi una obligación. En el caso de la vajilla mencionada es lo contrario: casi toda fue adquirida en ventas de bodega o saldos organizados por marcas como Ánfora que ofrecen este inmejorable servicio a la restauración nacional. Punto a favor de la empresa ubicada en Pachuca y una extraña sensación de retroceso para el ambiente culinario nacional.
No estoy diciendo que todos los restaurantes estén obligados a invertir en vajillas personalizadas o trabajar con artesanos alfareros para desarrollar una línea conectada con su terruño -porque parece broma, pero hoy muchos restaurantes con alto sentido creativo en Puebla tienen exactamente los mismos platos de barro bruñido-, pero sí invito a la reflexión sobre el altísimo poder que tiene un plato original en el proceso creativo de un restaurante. Se trata del lienzo sobre el que se depositan y presentan al comensal los platos que tienen discurso, búsqueda e intención; es el espacio que delimita la obra creativa y la propuesta intelectual de los dueños del fogón. Es -en sentido filosófico- el principio y el fin de la experiencia que se quiere brindar y el marco que contiene la obra por la que podría ser juzgado.
Sí, suena pendenciero, intransigente y hasta insufrible mi argumento, pero es solo un punto de vista de alguien que funge simultáneamente como comensal y cocinero, como parte de ambos mundos en los que los pormenores que no se observan del lado de la cocina se tienen que atender cuando al sentarse en la mesa.
Y es que en los detalles radica el lujo, pero también viven el diablo y su consorte. Son cosas que por imperceptibles se soslayan pero guardan un potencial destructivo casi cancerígeno que de no advertirse oportunamente se convertirán en patrones y tendencias y en poco tiempo serán hábitos normalizados al amparo de la poca autocrítica, la satisfacción egocéntrica de las redes sociales, la condescendencia del gremio, la falta de periodismo responsable, o la satisfacción de regresar a las arcas la inversión realizada.
Innovación comodina
Hay que reconocer que la industria gastronómica actual logró vencer la viejísima creencia de que los restaurantes tenían que vender mucho alcohol a buen precio, mala comida y servicio servil para hacerse generar utilidades millonarias. Sin embargo, llegaron nuevas ideas que no necesariamente son ni tan buenas ni tan originales. Primero, los sitios de cadena dieron de sí pero abrieron paso a una versión millenial que no guarda mucha diferencia: aquellos empresarios acostumbrados a ese modelo de negocio inauguran a mansalva conceptos atractivos y aparentemente originales o diferenciados uno de otro en la forma, pero que en el fondo tienen el mismo funcionamiento corporativo al que habían renunciado provocando una nueva versión de las virtudes y complejidades de ese tipo de negocios tan rentables para los dueños y tan ambiguo para los trabajadores.
Simultáneamente, hay una invasión de establecimientos con una extraña fórmula de supuesta originalidad con aires cosmopolitas que vistos desde la vitrina de las redes sociales son altamente atractivos, pero que en su realidad física se perciben descontextualizados -y por lo tanto poco representativos- de las calles o demográficos en las que están ubicados. Contradictoriamente, el poder de la gentrificación hará que dicha descontextualización disminuya con el paso del tiempo, porque sitios con la misma paleta de colores en su decoración y logotipos, con muy parecidas propuestas gastronómicas, y probablemente con la misma vajilla, estarán cada día más cercanos unos de otros reduciendo el espacio para notar lo distinto que es el resto de su calle o barrio. Y como en esos lugares siempre habrá cocineros y cocineras con deseos modernos de comunidad pos contemporánea, la competitividad se mostrará como una aparentemente sólida cofradía construida por eventos colaborativos, la unificación de criterios y las mesas más llenas de adulación que de argumentación. Se viene una época de integración comunitaria en la que supuestamente las ambiciones comunes estarán por encima de cualquier rasgo de individualismo, pero que en el fondo provocarán una nueva zona de confort tan amplia, diluida y cómoda de la que nadie tendrá siquiera la necesidad de pensar en escapar; un tiempo en el que la opinión critica será fuertemente castigada por atentar contra la pax ignorantis. Nada más peligroso que el oscurantismo intelectual iluminado de hipotética armonía colectiva.
Finalmente, la apoteosis de la golosidad vulgar. La popularización de sitios de cortes de carne, hamburguesas cada día más grandes, postres que compiten literalmente con fuegos artificiales por ser el más popular en redes sociales, y en general comida instagrameable son el complemento perfecto para hacer valer esta comodidad creativa disfrazada de progreso gastronómico. Hay que reconocer que estos sitios son los primeros en llenarse, en facturar altísimas cuentas, y en popularizarse rápidamente entre el sector que busca comer y beber de manera regular a precios asequibles y en lugares que se vean lindos para ser publicados y generar envidias. Amplio reconocimiento para los creadores originales de esos conceptos, pero el problema con su éxito es que provocaron una aceleradísima reacción en cadena que reveló las más hábiles herramientas del ingenio mexicano para crear copias, similares o sucedáneos que difunden este tipo de cultura culinaria en todos los niveles sociodemográficos. Más hot dogs, más hamburguesas, más cheese cakes para el amplísimo pueblo mexicano que buscará a toda costa acceder a estos conceptos que más que filosofía gastronómica revelan un estilo de vida que confirma el consumismo voraz del que todos somos parte.
Me niego a pensar que vivimos el gran momento que esperábamos hace 20 años, no por disidencia o crítica fundamentada, sino porque cuando una sociedad cree que llegó a un punto máximo de desarrollo el único camino que procede es la caída libre.
Crítica desnutrida
Lamentablemente, la labor crítica del periodismo gastronómico casi siempre brilla por su ausencia. Existen honrosas excepciones y algunos textos que se diluyen entre la versión consumista de la voracidad restaurantera: los foodies. Cientos y cientos de cuentas que promueven “los mejores tacos de la ciudad”, “la mejor hamburguesa de tu vida” y un cúmulo de ridículas aseveraciones que contribuyen a esa amplísima zona de confort que atenta con destruir las posturas críticas y la reflexión argumentada.
Parece que nos hacemos más golosos pero más tontos; tenemos más opciones pero diario se nos reduce el criterio; tenemos más cocineros y cocineras profesionales pero menos propuestas confrontadoras; hay más escuelas de gastronomía pero también más tutoriales sobre innovación realizados por estudiantes acabados de egresar que relatan sus experiencias leyendo un artículo de Adrià. Tenemos más tiempo que vida, y parece que toda se nos va en publicar en redes al mismo tiempo que pensamos el siguiente sitio para visitar. Hoy tenemos más y mucho de todo, pero es el tiempo de mayor soledad y menor contemplación. Vivimos en un barco amplísimo, comodísimo y lujosísimo pero solos y perdidos en el mar; exitosos y sin puerto al que llegar.
*Lalo Plascencia: Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia