Lalo PLASCENCIA*
A pesar de que me fastidian los discursos comunes, reconozco que hasta en la naturaleza más básica hay que enterrar algo para darle rienda suelta a la vida; hay que enterrar lo muerto para que la vida continúe, dar paso a la sanación, renacimiento, rebrote o existencia. Cuando algo se entierra, abre diversidad de caminos que dependerán de la intención, motivo, razón, o entrega simbólica de dicho entierro. No es lo mismo enterrar intangibles -sentimientos y emociones- que llevarían al enterrador al dolor, sufrimiento o muerte en vida, resultado de sus traumas y deseos. Dichos entierros son reflejo de la subjetividad de quien los ejecuta, y podrían ser motivo de liberación y felicidad, o de condena y tristeza. Freud, Lacan, y la casi extinta escuela psicoanalista confirman que invariablemente cuando se entierran emociones, el resultado es funesto.
Por otro lado, el entierro de tangibles -objetos, personas o cosas existentes con forma y materia- casi siempre está ligado a un proceso de muerte, o al menos que represente la extinción vital. Dependiendo de la sociedad en la que se esté suscrito, puede ser motivo de felicidad, duelo, luto o comprensión como la extensión de la vida misma. Por lógico que parezca, enterrar algo que estuvo vivo significa que ya no lo está; pero cuando se hace con objetos inanimados podría representar el proceso contrario, es decir, se entierra un objeto para asegurar la vida, para extender la felicidad. Se entierra como un acto de sacrificio u ofrenda para obtener un beneficio mayor.
Paradójicamente, en ambos casos -intangibles o tangibles- provocan una sensación de que algo se esconde, así sin juicio de valor ni mayor interpretación del término, solo de que algo quedará guardado por un tiempo indeterminado hasta ser redescubierto por quienes lo enterraron, revelado para otras generaciones de individuos cuyo destino podría o no coincidir en espacio y tiempo, o condenado al olvido. En materia de entierros, parece que la auténtica muerte llega cuando aquello que alguna vez fue enterrado desaparece de la conciencia e interés de quien lo hizo.
El comal consagrado
Aparentemente, la única forma en que un objeto inmaterial puede ser equiparado con algo animado -con alma- es a través de un acto de consagración. De un rito con el que dicho objeto adquiere elementos sagrados, se ofrece a una deidad o se transustancia. Es convertir el pan en carne, el vino en sangre, el barro en hombre y el comal en dioses. Se trata de que un elemento contenga dentro de sus límites existenciales una cantidad indeterminada de intenciones, deseos, anhelos, supuestos, imaginarios, secretos o exclamaciones propias, ajenas, individuales o colectivas que le dan vida propia por un acto de transferencia vital de quien realiza la ceremonia. Consagrar es uno de los actos que distinguen a la especie humana de otros animales, le confiere un grado de superioridad intelectual y espiritual, y le permite alcanzar niveles de paroxismo, a veces irreconocibles cuando se está fuera de dicho ritual. Para el ser humano la consagración va siempre en dirección de lo divino, sin juicio de valor ni en la intención ni el motivo: es igual de poderosa la consagración de un arma que la de un cáliz, la de un altar politeísta que la del báculo papal, la del bautizo de un infante que la de una cocina en medio de la selva. La consagración es un acto de integración con el espacio, el tiempo, la forma y fondo, la historia pasada y futura de una persona y su sociedad que queda contenido en un objeto que a la postre representará la ceremonia y su intención.
Son ya más de 10 años de haberme ido de la Península de Yucatán, casi huyendo y distanciado de la infinidad de símbolos y aprendizajes obtenidos en mis tres años de residencia en la región. A pesar de que muchas cosas me fueron reveladas con el pasar de los años como habitante de la zona, otras me quedaron pendientes, o sencillamente parecía que me fueron negadas. Y no hablo de un bloqueo humano, más bien de una barrera simbólica de energía de los reinos mayas que solo desbloquearía más conocimiento tras un proceso de unción. Dicho proceso vino tras una década de experiencias en Monterrey, España y de vuelta a México, tras experimentar el dolor y rechazo, tras saber en carne propia las vicisitudes de la necesidad económica, el hartazgo profesional y la pobreza espiritual.
2022 será el año que marcó mi regreso, y no fue por motivos personales, sino por la invitación de un amigo y colega. Wilson Alonzo -hoy convertido en extraordinario investigador, docente y promotor de las tradiciones culinarias yucatecas- me confirió el honor de ser su padrino en la inauguración como restaurante de su centro etnogastronómico Yaaxché, ubicado en Halachó, Yucatán. Sin pedirlo -y confieso que al principio creí no merecerlo- pude ser parte de la ceremonia de consagración de la cocina: el afamado, célebre y muy reservado ritual de enterrado de comal, una forma en la que los yucatecos más apegados a los ritos mayas bendicen las cocinas para su buen funcionamiento, éxito y salud espiritual por medio del enterrado de un comal de barro. Dicho acto de consagración -así como el del enterrado del maíz o pibinal- me había sido negado para vivirlo hasta este año y con esta invitación. Cualquier relato que haga es una simplificación de lo vivido, pero como testimonial están los audiovisuales publicados en mis redes sociales. Sin dudas fue un cierre de círculo y apertura de otro, una forma de entrar en comunión con una tierra que me hizo comprender tanto que me cegó. Fue una forma de enterrar el pasado, agradecer sus regalos, conciliarme con sus difíciles enseñanzas, reabrir los ojos y confirmar mi destino. De la mano de Wilson viví una experiencia que me da razón y motivo para volver a mi oficio, el más sencillo de todos, el del fuego y la transformación, el de la cocina y el ritual, el del comal, la ceremonia, la reflexión y la divulgación. El comal enterrado es testigo: todo ha vuelto ha empezar.
Lalo Plascencia. Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia