Lalo Plascencia
Tacos cuya presentación tarda más de tres minutos porque sus creadores priorizan la belleza de los brotes, hojas y diminutos bombones de purés o salsas, en vez de la temperatura adecuada de la tortilla para mantener la flexibilidad y el calor. Platos plagiados, unas veces en su totalidad otras parcialmente, unas veces con cierto grado de decoro o prudencia para evitar evidenciarse públicamente y otras de una forma tan cínica que ofende. Y qué decir de las fotos de perfil para revistas o portales web, de las que son parcialmente responsables los fotografiados, porque muchas veces son los profesionales de la imagen los que sugieren las poses de brazos cruzados, portando un cuchillo o decorando un plato con sendas pinzas plateadas, de mandil impoluto y un rostro tan concentrado como cuando Pasteur vio por primera vez la penicilina.
Son tiempos en los que la estética está por encima de la funcionalidad y la forma por encima del fondo. Son momentos en los que el comensal importa poco o casi nada, porque la vanidad -y la competencia entre vanidosos- es el alimento diario en redes sociales, entrevistas y premiaciones. Es la era del egocentrismo de las y los profesionales culinarios mexicanos; la época de brillar y atraer a un público interesado más en lo visual que en la sustancia, o al menos en aquello que aparente esencia. Los tacos primero se comen con los ojos y luego con la boca, y tras el bocado la obligada reflexión cada día más reducida a expresiones faciales y palabras vacías que simplifican la satisfacción gastronómica -esa en la que intervienen los sentidos y el intelecto- a un impostado gozo digno de falaz aplauso. Los clientes que comparten su experiencia en redes sociales, foodies y hasta periodistas caen en una glotonería de la nueva era: están llenos de elogios unas veces ciertos, otros inflados o sospechosamente siempre positivos que alimentan el ego de quien ejecutó y destruyen lentamente la posibilidad de un análisis crítico certero sobre la realidad gastronómica imperante. Si esta es la era de la innovación y la consolidación de México como una potencia global, sinceramente hay mucho que pensar, discutir, y proponer. Lejos queda la intención del homo gastronomicus de Brillat-Savarin que resume en el acto de cocinar y comer una forma de expansión de la cultura, de consolidación de rasgos intelectuales profundos que hacen de un país, región, grupo o persona una mano sólida con la que se escribe el futuro de la humanidad. El francés jamás se imaginó la era del homo instagramer, probablemente moriría del asco.
Elevar la cocina mexicana.
De ninguna manera este texto se trata de una crítica ad hominem a quien aparece en la foto que sirve para ilustrar, pero el siempre infame algoritmo de Tiktok presentó esta publicación con el sugerente título de “Elevando la cocina mexicana” escrito sobre una imagen de un hombre a punto de arrojar chiles secos sobre una olla de agua hirviendo. El tipo bien hablado, bien ataviado y sin filipina o mandil -síntoma de su condición distante a la cocina profesional, que podría servir a la vez de excusa para errores técnicos graves y de libertinaje en la interpretación de sabores o platos- proponía elaborar “camarones a la diabla para curar las fiestas patrias”.
Pero el ruido provocado por la publicación no viene de la preparación sino de la promesa de que su versión debiera considerarse elevada o superior con respecto a la original. Tras algunos segundos de analizar su actuar puede confirmarse que se trata de una apuesta estética, es decir, de disponer los elementos sobre platos o utensilios que a consideración del autor cumplían la promesa de darle otro sentido a la clásica preparación sin reparar en las limitantes técnicas, infraestructurales o culturales de quien ejecuta. Una aproximación distinta, pero que obliga a contar hasta 10, como lo marca la sabiduría popular, para hacer un análisis objetivo.
Decir que algo va a elevarse no implica juicio o consideración sobre el valor sociocultural del sitio de procedencia o al que fue llevado un elemento cultural, sin embargo, las palabras en una frase jamás pueden analizarse en solitario porque los contextos revelan más que los términos en su individualidad; el ser humano es verbo y su relación con los ambientes. La sumatoria del contexto visual y auditivo propio de la profesional edición, con las maneras discursivas y no verbales del autor y la apariencia final del plato resulta en subtextos cuyas consecuencias tácitas y explícitas son ominosas. Porque en la frase “elevando la cocina mexicana” existe una voluntad de que un plato popular adquiera una representación distinta a la original, como si se quisiera negar o esconder la procedencia por vergüenza, indiferencia o ignorancia, y que provoca un abyecto y nada discreto clasismo gastronómico cuyos funestos dedos son cada vez más largos, seductores y destructivos. Lo bello como subrepticia discriminación.
Traductores sociales
De esta forma, el término elevar dirige a una preparación, a fuerza de priorizar formas prejuiciosas de belleza estética y de lenguaje visual, verbal y corporal, de un lugar entendido como “bajo” a un estrato que se asume como “alto”. Es extraer de su raigambre popular un elemento cultural para retirarle lo que a otro sector le parece indeseable o inaceptable y, una vez despojado, pueda presentarse como algo válido para los habitantes de ese estrato autoconcebido como superior. De ahí las complejidades y contradicciones en la definición de alta cocina mexicana, porque podría de facto suponerse -o validarse- la existencia opuesta de una baja cocina nacional, algo que ni los más versados en los ambientes académicos han querido explorar por las implicaciones clasistas, racistas y discriminatorias del término.
En lo que refiere a los autores de dicho fenómeno de expoliación, casi siempre son representantes autoasumidos, o validados por sus congéneres, de los cánones del ambiente social al que pertenecen, y en consecuencia tienen autoridad para filtrar a discreción aquello que consideran bueno, malo, bello, elegante, sofisticado, vulgar o digno de agradar al sector que encarnan. Son una especie de traductores sociales acreditados por su grey que a fuerza de múltiples repeticiones su labor se legitima hasta convertirse en autoridad en la materia. Y nada tiene de malo que dichos personajes aventurados en el oficio de preparar comida para publicar en redes sociales hagan las veces de exploradores de clases ajenas a la suya, lo que preocupa es que cada día son más personas con las mismas intenciones, con presupuestos groseramente más altos para pagar profesionales producciones con códigos estéticos, verbales y no verbales de un sector que por naturaleza es distante del que es sometido a la exploración y traducción. Son formas de solidificar la distancia entre clases y perpetuar, directa e indirectamente, las añejas condiciones mexicanas de desigualdad e inequidad social. Lo gastronómico como forma velada de clasismo.
Yo, tú, todos confesamos.
Entonces, el término elevar puede comprenderse como desarraigar, despersonalizar, y hasta transfigurar -casi transustanciar- algo que pertenece a un sector para hacerlo encantador a otro que no se atrevería a probar la versión original a menos que fuera embellecida, organizada, o envuelta en oropel para facilitar su ingesta y comprensión. Pocas cosas hablan de la visión gastronómica mexicana de algunos grupos y zonas exclusivas en capitales del país muchas veces resignificadas pero la mayoría gentrificadas; pocas cosas ponen tan en evidencia el carácter racista y poco incluyente de la restauración profesional contemporánea; pocas cosas cruzan evidente o veladamente a todo el sector, y lamentablemente parecen pocas las formas de reparar o contener el daño. Y es que son términos en los que todos juegan sutil o explícitamente: chefs, periodistas, cocineros, cocineras, cocineras tradicionales, foodies, productores, distribuidores, comensales expertos e inexpertos; nadie se salva, ya que el silencio y la inconsciencia son tan cómplices como las posturas cínicas y desfachatadas. No es cuestión de presupuesto ni tiempo sino de intención, porque sucedía hace 20 años antes de la patrimonialización de la cocina mexicana cuando se reducía el picor de las salsas para no ofender al comensal extranjero; sucedía hace 10 años antes de las innumerables listas y galardones que obligaron a centros históricos de diversas ciudades a cambiar para siempre sus espacios populares hasta desterrar a los pobladores originales y convertirlos en lugares cada día más homologados y parecidos a otros en el orbe; y sucede hoy en la era regida por los oprobios y prebendas de Michelin en la que el mundo está pendiente de un México cada día con más negocios de cocina mexicana, desorientado sobre su futuro gastronómico pero más seguro sobre su necesidad de reconocimiento y pertenencia. Y todo parece indicar que seguirá sucediendo, se agravará el problema y lo popular podría dejar de existir tal como aún se conoce.
Lo agobiante no es que alguien fuera de la industria profesional use términos como elevar, mejorar, embellecer, realzar, alzar, entre muchos otros similares que pretenden sacudir un plato de sus condicionantes humildes o con tufos de clase social poco favorecida para presentarse, en forma de atrevida ofrenda, a quienes ostentan privilegios, sino que los propios del oficio los usen para construirse una imagen y autoreferenciarse como expositores de una cocina de supuesto rango mayor al popular. Así revelan sus idiosincrasias e intenciones, porque maquillar una preparación para agradar a un grupo determinado sin observar las consecuencias de esa manipulación es tan pernicioso como decir que se hace investigación gastronómica tan solo por recorrer un mercado y dos restaurantes de cocina tradicional para luego exponer los sabores apenas aprendidos en una ciudad o país distinto al original.
En parte, de esto proviene la incapacidad de muchos profesionales de ejecutar cocina mexicana tradicional con bases sólidas o con perspectivas críticas sobre el conocimiento empírico, ya que están supeditados a ofertar su aprendizaje frente a comensales que tampoco gozan de dicho conocimiento y que se rinden ante la presencia del cocinero mercantilizado y servil a intereses económicos y egocéntricos.
El perro que se muerde la cola
En materia de los efectos de lo aquí reflexionado, parece que son dos extremos de una misma mesa que están destinados a no tocarse nunca. De un lado entre tierra húmeda del campo, cajas de madera, fogones de tres piedras y sobre platos de sencilla manufactura se sientan quienes ejecutan y consumen los platos tradicionales en los ambientes originales y que pueden decirse propios de dicha preparación; del otro lado en el más perfumado de los ambientes, entre manteles de lino, cristalería y porcelana, se sientan quienes tienen los recursos para pagar a las personas que les embellecen lo que del otro lado de la mesa parece que disfrutan pero jamás se atreverían a abandonar la comodidad de su lado del tablón para probar. En medio queda la industria gastronómica completa que parece que con cada sol y cada nueva lista se convierte más en mercenaria de la alimentación que en destinados a restaurar el alma. La alta cocina como sostén de la inequidad, y los cocineros como herramienta de lo injusto. Mucho que pensar.
Lalo Plascencia
Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia