Compartir

Antonio SALDAÑA*

BARCELONA, ESP.- El enojo es como ese perro guardián que todos llevamos dentro: ladra fuerte cuando alguien cruza la cerca de nuestra dignidad, nos avisa que algo no está bien y nos da la energía para defendernos. Sin él, seríamos como una casa sin puertas, abiertas de par en par a cualquiera que quiera entrar y mover los muebles a su antojo. El problema aparece cuando ese perro, en vez de ladrar para proteger, se suelta de la cadena y muerde a todo lo que se mueve. Ahí el enojo deja de ser aliado y se convierte en un arma peligrosa.

Pensemos en una olla de presión, el enojo es el vapor que se acumula cuando algo nos incomoda, nos hiere o nos invade. Si la válvula funciona, el vapor sale poco a poco y la comida se cocina sin desastre. Pero si la válvula está rota, la olla explota y lo que era un guiso se convierte en un campo de batalla. Así pasa con nosotros, cuando no sabemos regular el enojo, lo que pudo ser un límite claro se transforma en gritos, insultos o golpes que dejan cicatrices más profundas que cualquier quemadura.

El enojo bien usado es un maestro de la claridad. Nos ayuda a decir “hasta aquí” cuando alguien abusa de nuestra confianza, cuando un jefe pretende que trabajemos horas extras sin reconocimiento, o cuando un amigo cruza la línea del respeto. Es esa chispa que nos recuerda que tenemos derecho a defender nuestro espacio, nuestro tiempo y nuestra paz. Sin enojo, aceptaríamos todo en silencio, tragando injusticias como quien se come piedras pensando que son pan.

Pero el enojo mal manejado es como un incendio forestal: empieza con una chispa y termina arrasando todo a su paso. Una discusión de pareja puede convertirse en una guerra de reproches donde ya no importa quién tenía razón, porque ambos terminan heridos. En el trabajo, un arranque de furia puede cerrar puertas que costaron años abrir. En la familia, un grito puede romper puentes que tardan décadas en reconstruirse. El enojo, cuando se usa como ataque, no defiende límites: los destruye.

Regularlo no significa apagarlo, porque el enojo reprimido también es peligroso. Guardar rabia en silencio es como acumular basura debajo de la alfombra: tarde o temprano huele, se nota y contamina todo. Regularlo es aprender a escuchar lo que nos quiere decir sin dejar que nos controle. Es como aprender a conducir un coche potente: el motor tiene fuerza, pero si no sabemos usar el volante y los frenos, terminamos estrellados.

Pero, ¿cómo se regula?, primero, reconociendo que está ahí. Decir “estoy enojado” ya es un acto de honestidad que abre la puerta a la conciencia. Luego, darle un cauce: respirar, caminar, escribir, hablar desde la calma. No se trata de negar el enojo, sino de transformarlo en palabras que pongan límites sin destruir. Es la diferencia entre decir “me molesta que me interrumpas” y gritar “¡cállate de una vez!”. El primero construye respeto, el segundo levanta muros.

El enojo puede ser un arquitecto o un demoledor. En nuestras manos está decidir si lo usamos para levantar columnas que sostengan nuestra dignidad o para derribar las casas de quienes nos rodean. Como toda emoción, es energía pura: lo que importa es la dirección que le damos. Si lo guiamos, se convierte en un aliado que nos protege. Si lo dejamos suelto, se convierte en un enemigo que nos traiciona.

Al final, el enojo es un recordatorio de que somos humanos, con límites y necesidades. No es malo sentirlo; lo malo es no aprender a dialogar con él. Porque cuando el perro guardián ladra con sentido, nos defiende. Pero cuando muerde sin razón, nos deja solos, rodeados de ruinas. Y nadie quiere vivir en una casa quemada por su propio fuego.

 

*Master en coaching en inteligencia emocional y PNL por la Universidad Isabel I de Castilla. Nº 20213960.

Diploma en especialización en coaching y programación neurolingüística (PNL) por la Escuela de Negocios Europea de Barcelona.

IG: tonosaldanaartista

YouTube.com/c/TonitoBonito

Compartir