Lalo PLASCENCIA*
Con dos décadas de existencia, la clasificación, certificación o denominación de una ciudad como parte de los Pueblos Mágicos es una demostración del México de las muchas intenciones y deseos que no siempre va acompañado de decisiones, acciones o planes estratégicos. Son un recordatorio de que en materia de oferta turística el país sigue dependiendo de las playas y zonas arqueológicas y en un benévolo balance general, apenas se notan beneficios económicos que van negativamente compensados con perjuicios sociales y hasta patrimoniales. A 20 años la balanza apenas se movió y las consecuencias de dichos cambios estamos por vivirlas.
Lejos, pero muy lejos, queda la denominación en 2001 del serrano poblado de Huasca de Ocampo cuya intención era el posicionamiento del corredor montañoso de Hidalgo con una serie de ciudades fundadas como zonas mineras y en un tiempo abandonadas por el desuso de las minas, el aburrimiento de sus habitantes y el escaso movimiento económico que acorraló a la población. Recientemente estuve en el sitio y más que sorpresa fue un cúmulo de desagrados que sigo reflexionando a favor de una crítica objetiva y constructiva. Pero mea culpa, me es imposible no caer en arrebatos de decepción que confirman lo peligroso que es la aplicación de un proyecto que no va acompañado de serios estudios sociológicos o antropológicos, lo riesgoso que es avocarse en la entrada masiva de turistas que devoran insaciablemente los espacios físicos y conceptuales de un poblado y terminan construyendo nuevos escenarios absolutamente ajenos a los locales y ciertamente opuestos a su desarrollo histórico.
En materia económica, el Huasca de hoy no es el de hace 20 años y por supuesto mucho menos el de hace 50 o 100. Y aunque duela reconocerlo, el dinero no tiene dueño ni juicio de valor, sencillamente es una de las consecuencias naturales -y deseadas- de la entrada de turismo nacional y extranjero. Lo que sí tiene juicio de valor -y mucha tela para reflexionar- son las consecuencias de dicha entrada del gran capital. Por un lado, se reactiva la economía a favor de mejora física del espacio, los centros de las ciudades se embellecen de acuerdo a ciertas reglas estéticas e históricas que favorecen la preservación del patrimonio y el establecimiento de servicios hoteleros, restauranteros y turísticos que promueven la integración con el sitio. Pero por regla general, el consumismo es voraz: muchos de esos negocios que hoy “embellecen” el panorama del Centro Histórico de Huasca son una interminable demostración de mal elaborados cocteles con alcohol barato, competencias por quien ofrece la cubeta de cervezas a menor precio, la pizza más grasosa y sosa o la supuesta comida tradicional o local que parece más salida de una versión ochentera de revista del corazón, que del reflejo del hype gastronómico mexicano. Pero en medio del pantano siempre estará la garza cuyas largas patas le permiten no ensuciar su plumaje: existe The Coffee Legacy, una de las mejores barras, tostadores y excéntricos de café en México. Un destino que vale la pena un viaje entero -si se está dispuesto a vivir todo lo anterior descrito.
¿Rayo de esperanza?
En materia de destinos turísticos, sostengo que los Pueblos Mágicos es una carta a los Reyes Magos que se perdió en el camino y que aterrizó en las oficinas de corporativos hoteleros y restauranteros de buen ojo y diente para los negocios que casi siempre han resultado en depredaciones de los ecosistemas, dilución o destrucción del tejido social a favor de la entrada de capital nacional o extranjero, transformación -muchas veces benéfica pero otras perversa- de los sistemas económicos locales y casi siempre una irreparable transformación del espacio que condena a las ciudades a una tóxica codependencia entre consumidor y ofertante.
Insisto que en un laxo análisis de los denominados Pueblos Mágicos puede concluirse que ni se ha gana ni se ha pierde, pero si abren huecos, heridas y oportunidades que deben ser reflexionadas, pensadas y discutidas entre los diferentes actores de este fenómeno que cada día se hace más complejo, grande e inmanejable.
Sin dudas, el caso más pulido de una transformación de una ciudad es San Miguel de Allende (SMA), que sin necesariamente ser pueblo mágico en algún punto fue nombrado por publicaciones extranjeras con la mejor ciudad para visitar -y vivir- del mundo. Lejanas y silenciadas quedan las discusiones sobre si la población original de SMA dejaron de ocupar para siempre la ciudad al servicio de un turismo que de tanto visitar se quedó para siempre haciéndose de propiedades cada día más costosas de ese deseado suelo. Pero eso ya no importa, lo que sí importa es la calidad instagrameable de las fotografías en las terrazas, los eventos cada en formato rave para la clase pudiente, y un interminable ir y venir de poses que revelan lo hot en las vistas de una catedral que probablemente los visitantes más pedestres ni siquiera -aún por deducción- sepan a quién está dedicada. La idea -como casi siempre para el consumismo- es estar y pertenecer antes que ser.
Definitivamente es ingrato exigir a las políticas y programas públicos que sus resultados sean inmediatos y evidentes, porque en México es casi tradición entender la eficiencia y eficacia de las políticas sexenales como un ingenuo deseo y a las transexenales como utopía. Nada es para siempre y la perfección no existe; y para muestra la Política Gastronómica de México que por mandato presidencial instruía a casi todas las Secretarías de Estado a habilitar presupuestos, programas, normas y adecuaciones al escenario legal y político nacional para favorecer la mejora del ambiente gastronómico y turístico mexicano. Una vez establecido lo grandilocuente y faraónico del proyecto puede preverse lo doloroso y estridente de la destrucción del sueño; y como ellos mismos lo demostraron -y sin caer en el conspiracionismo paranoico que en México parece confirmarse- todo terminó en un parapeto que benefició a un grupo cuyos intereses particulares estuvieron, están y estarán en engrosarse de poder. Ellos saben quiénes son, muchos lo saben, nadie dice ni hace nada. Sí, en México todo pasa; pero en materia de discusión, esperemos que la responsabilidad sobre las decisiones jamás pase de moda. Espero más pueblos conscientes y menos mágicos. Todo está por venir.
Lalo Plascencia
Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico dedicado a la innovación en cocina mexicana. El conocimiento lo comparto en consultorías, asesorías, conferencias y masterclass alrededor del mundo. Sígueme en instagram@laloplascencia