Lalo PLASCENCIA*

Días posteriores a mi cumpleaños 30, Guillermo González Beristain me regaló una frase que me acompañaría -unas veces silenciosa, otras muy presente, molesta y estridentemente- a lo largo de los siguientes nueve años de mi vida. Palabras más o menos me dijo: “estás listo para entrar a la década en la que todo lo que hagas será lo que te definirá por el resto de tu vida. Sí, lo que haces de los 30 a los 40 años parece que es lo que seremos como personas y profesionales los siguientes veinte o treinta años más”. De inmediato me confesó que esa frase lo había marcado profundamente cuando se la dijeron, y como un presagio, la conversación tomó tintes menos densos que permitieran el agridulce trago de tal pronunciamiento.

Casi una década después -en los inicios de mi año 39 de existencia- confirmo lo lapidario de su dicho, y más que una frase fue un regalo que simultáneamente contenía una llave y una sentencia que a la fecha se mezclan en busca de sentido.

A lo largo de este tiempo, muchas de mis tribulaciones las he compartido de manera explícita y críptica en este espacio, y han servido de catarsis, testimonio, revelación y difusión de una trayectoria personal y profesional que he vivido de la manera más libre posible. Sin prejuicios o conclusiones aceleradas -y con pleno uso de un gran sentido de autocrítica compasiva- confirmo que estos nueve años de vida han sido buenos. Y no en el sentido moralista de la bondad, sino como confirmación que, aunque he tomado un sinfín de decisiones erróneas, perjudiciales e irreflexivas para mi y otras personas, he hecho lo mejor posible confiando que el perdón, el amor y otras virtudes propias y ajenas del espíritu humano sirvieran como compensación ante el daño provocado. Será que el balance final de la década es de una satisfacción plena, de alegría y de una continua revisión de lo acaecido. Parece que la década 40 será intensa.

Las llaves

Durante los primeros tres años de mis treinta, al recordar la frase de Guillermo se desataba una combinación de ilusión y promesa, como cuando abres un regalo de navidad o cumpleaños que auténticamente desconoces su contenido. Una sensación de esperanza por el largo trecho que cruzar: porque sentía que aquello que decidía, pensaba, decía, hacía y sentía ayudaban a definir -o al menos a esclarecer – un camino que marcaría mi destino para siempre. Dije que sí a todas las propuestas de viajes de investigación, eventos, cursos, o invitaciones laborales, la mayoría de las veces cobrando poco o nada, pero siempre con una intención de dejar huella, de construir una carrera personal y profesional, de labrar mi nombre en la historia de la cocina mexicana. Me mudé dos veces de ciudad, viajé como nunca lo he hecho, comí y bebí sin límites, y la mayoría de los excesos sirvieron para que -desde la ansiedad por el futuro- pudiera tener más y mejores referencias que en esos primeros años de mis 30. Dije de todo y casi siempre sin medida, y en medio de la vorágine por la cocina mexicana fui tomando mi papel que hoy revelo como complejo, incómodo, pero altamente necesario.

De manera amplia, todo lo hecho se convertía en llaves que a la postre servirían para abrir nuevas y mejores puertas. Esos primeros tres años fueron para sembrar apasionadamente y después cosechar aquello verdaderamente valioso, aunque en el camino mucho de lo sembrado se marchitara, olvidara o muriera; porque así es la vida, porque así es la carrera profesional.

Las sentencias

Los siguientes cinco años fueron igualmente convulsos, de decisiones aceleradas, pero no tan apasionadas, otras dos mudanzas que aún llevo a cuestas, y cambios radicales de vida que a mis 39 se ven como las últimas formas treinteañeras de encontrarme como persona y profesional. En cada momento confieso que llevé la frase de Guillermo en la mente y alma, pero con cada año circulado la sensación de esperanza disminuía para transformarse en una taciturna melancolía, en determinación bañada de nostalgia y de satisfacciones por el presente con una sensación de dominio del pasado. La madurez pareció alcanzarme y tras tres años de vivir en España la vida ya no me sabía a lo mismo: me convertí en una versión que nunca me imaginé de mi mismo, ni mala ni buena, simplemente existiendo en la mayor capacidad del término.

Y no es que no tenga deseos ni intenciones por construir como cuando aquella conversación en las cocinas de Pangea, sino que el cambio fue de forma y no de fondo. Quiero seguir contribuyendo desde la madurez en construcción, desde la aceptación y perdón sobre muchas decisiones que tal vez me dañaron pero que me hicieron como soy: un ser aún en construcción, en continua evolución, en constante deseo.

Aquella frase pronunciada me acompañó y persiguió prácticamente durante diez años de vida unas veces como brújula, otras como un espejo para reflejar mi realidad, y algunas ocasiones como una sentencia ante los errores acaecidos. En realidad, no era la frase de Guillermo sino mi propio juicio lo que me llevó a lastimarme, no perdonarme, o elogiarme de más. Fue mi necesidad ansiosa por cumplir en poco tiempo lo que podría conseguirse en una vida, y en el camino conseguir cosas que hoy concibo un total despropósito. Porque en los caminos de la vida, ni la felicidad es para siempre ni la tristeza eterna. Somos un continuo, consistente y, aparentemente, eterno conflicto en bella necesidad de resolución.

 

*Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico dedicado a la innovación en cocina mexicana. El conocimiento lo comparto en consultorías, asesorías, conferencias y masterclass alrededor del mundo. Sígueme en instagram@laloplascencia

 

 

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