Lalo PLASCENCIA*
Hace 22 años, en los albores de mi carrera universitaria, soñaba con pertenecer a lo que en ese entonces era el más importante club de chefs Vatel Club de México resonaba en entre las voces de mis profesores y de quienes eran los miembros de la élite culinaria. De fuerte presencia francesa -fundado por el laureadísimo y hoy finado Olivier Lombard- era la columna vertebral de la cocina en México: sus miembros eran chefs ejecutivos o corporativos de las grandes cadenas hoteleras, y el quehacer de los aprendices era reconocido por los Mâitres Cuisiners de France y la Academie Culinaire de France. Para entonces, la presencia mexicana en Vatel Club se limitaba a algunos nombres que, tras ser formados con aquellos maestros franceses, se les ungía para conformar la élite. Esos eran mis días: entre ilusiones por pertenecer a un club que significaba un lugar preponderante en ferias alimentarias, expos y concursos culinarios internacionales, y la realidad universitaria que me dotaba de reflexión y conocimientos que iban más allá de la perspectiva técnica basada en la repetición continua. El sano equilibrio entre ambas visiones me formaron hasta convertirme en lo que soy.
Profesores y alumnos.
Tengo el privilegio de decir que por cortos periodos de tiempo -hoy estoy seguro que duraron lo justo y necesario- fui instruido por personalidades mexicanas de aquel entonces. Dos grandes promesas -hoy realidades- de la culinaria nacional: Juan Pablo Loza y David Hernández. Ambos miembros torales de los restaurantes construidos por Lombard, en los que decidí comenzar mi camino a manera de prácticas profesionales. De Juan Pablo recibí mi primer conocimiento en el ambiente de un restaurante: el absoluto orden para trabajar. Orden con mayúscula, en el que la forma visual determina el fondo, en el que la manera de ordenar las cosas en parrilla o plancha determinan la forma en que controlas sus cocciones y por lo tanto la perfección ofrecida al cliente. Comprendí -y visito continuamente ese conocimiento- que la forma es fondo, que los cortes perfectos permiten una cocción uniforme de los ingredientes, y que el caos de una mesa de trabajo refleja más el subconsciente del oficiante que su falta de experiencia o profesionalismo. Larga vida a Juan Pablo y a mis extensas jornadas bajo su liderazgo en la partida de pescados y mariscos.
Meses después, de David me llevé el mayor aprendizaje de todos, uno que he convertido en mantra y forma de enseñanza. Con él aprendí el auténtico significado de la vocación profesional. Días después de mi llegada al restaurante, Lombard lo nombró chef ejecutivo y así reconocía su devoción al oficio, a Vatel Club y a la formación profesional al estilo francés. Recuerdo perfectamente la forma en que David nos compartió su emoción por tal nombramiento: una mezcla entre felicidad y sobrecogimiento por la enorme responsabilidad que le fue inferida. A partir del día siguiente y hasta que se terminaron los días del mítico L’Olivier, David intensificó su actividad laboral, sus recorridos diarios de más de dos horas en transporte público para ir y venir de su hogar eran extras a las jornadas de 12 o 14 horas frente al restaurante de quien controlaba en gran medida los destinos de la alta cocina en México. El descanso no era opción y por varios meses fui testigo de su intrincada e inversamente proporcional forma de trabajo: entre más era su desgaste físico más fuerte emocionalmente parecía. De él aprendí que si mi jefe llega a las 9 am yo debía llegar a las 8:45, y cuando él llegara a las 8:45 mi obligación era estar ahí a las 8:20, y así sucesivamente. Algunos días le gané en sobrepuntualidad y tuve el privilegio de encender las cocinas y dejar listas las estaciones para mis otros compañeros; hasta que su ritmo de trabajo lo llevó a ganarme. A sabiendas del alto compromiso con su nuevo puesto, desde mi ingenua visión brotó una sincera pregunta que hasta la fecha marca mi destino. Le dije, “David, ¿cómo le haces para aguantar?”; y a pesar de sus lustros de ejemplar carrera, desde una suerte de inocencia ininterrumpida salió el más honesto “no sé”. Una respuesta lapidaria que tomaba sentido al contrastarlo con su mirada llena de emoción, devoción y entrega total al oficio que tantas alegrías y satisfacciones le habían dado. Y a partir de entonces ese “no sé” se convirtió en esperanza por algún día descubrirme contestando lo mismo aún cuando el panorama fuera el más adverso de todos. Esa respuesta significaría que había encontrado mi camino, lugar y misión en este mundo; significaría que aún a pesar de los vendavales más oscuros el barco de la vocación permanecería incólume. Mi camino ha sido entreverado -no falto de desdichas, desilusiones y transformaciones- pero hoy puedo responder feliz y de frente a mi maestro: no sé cómo le hago para resistir firme en mis ideas, sueños y proyectos, pero aquí sigo y seguiré.
En ambos casos, Juan Pablo y David, tengo el honor de haber sido su profesor en cursos de cocina mexicana y de carnitas, respectivamente. Ambos creyeron en visión sobre la gastronomía nacional, y me abrieron las puertas de sus casas, sus equipos y su forma de hacer cocina. Con eso un círculo se cerró y se abrió uno de respeto, cariño y amistad.
Reencuentros
En julio fui miembro del jurado de tres concursos culinarios organizados por Vatel Club de México y la Academie Culinaire de France. Y sí, hoy soy miembro de ambas organizaciones y orgulloso portador de sus insignias. Además de compartir mesa de degustación de decenas de platos con nuevos y viejos amigos, pude ser juez del equipo que encabezó David Hernández. La felicidad me embarga al escribir sin miedo que no tengo la menor idea de cómo eso sucedió, pero estoy seguro que un círculo nuevo se abrió. El destino es un devenir de coincidencias e ignorancia, de devociones e ilusiones, de alumnos y maestros. Caminantes somos, y en el camino andamos. Todo está por venir.
Lalo Plascencia Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia