Lalo PLASCENCIA*

Hoy, el “quédate en casa” suena a eco distante, a una cavernosa advertencia de tiempos revueltos, una forma de recordar aquello que parece destinado a repetirse en otras eras.

Antes del 2020 estar en casa era una opción para quienes como yo gustan de un deambular tranquilo, prefieren la poca socialización o utilizan el tiempo para ponerse al día con la hiper producción de contenido multimedia. Pero, gracias a la pandemia, la casa se volvió una prisión y el alcohol fue el mejor paliativo para la locura.

Los espacios de casa se resignificaron, y tras dos tumultuosos años el concepto de hogar comienza a abandonar la sensación de cárcel para el espíritu y cuerpo. Desde siempre -pero intensificado por estos años pandémicos- las casas u hogares no sólo son inmuebles, sino personas que al abrir su corazón y mente construyen espacios simbólicos de coincidencia, amistad y cariño.

Casa y cocina

En la mayoría de las culturas clásicas, la cocina es el punto central de cualquier casa. Desde ahí comienzan a planearse la mayoría de las construcciones y es el epicentro de los núcleos familiares. La casa se vuelve cocina y la cocina se convierte en hogar. Y para quienes estamos bendecidos por dedicarnos al oficio culinario tenemos en las manos la capacidad de hacer cualquier rincón el lugar ideal para cocinar. Cocinar es diseñar espacios simbólicos que unifican al más distante, reparan al más dañado y conmueven al más duro. Cocinar es amar.

La cultura mexicana está fuertemente apuntalada por su relación con la cocina ya que, sin entrar en argumentos que romantizan el patrimonio, la mayoría de las decisiones familiares, grupales o personales se toman en medio de una mesa o en el calor cercano de los fuegos cocinando. Es en la cocina que se establecen nexos, se sueña con crecer, se permite a los jóvenes ser grandes y a los adultos comportarse como niños; es un lugar que ocupa buena parte de la memoria de todos no por el origen o dureza del material con que está fabricada, sino por las palabras, momentos, miradas, sonrisas y llantos impresos en las fibras cuánticas del espacio culinario. La cocina es una entidad viva, late con cada plato que se prepara, llora con cada café que se termina, y ríe con cada trago que se sirve. Es homenaje de los muertos y oportunidad para los vivos.

Cocinar en Casa Bacuuza

Entonces la cocina son recuerdos y amistades transformados en platos. Son formas simbólicas, teóricas, intelectuales y emocionales. Son risas en forma de bocado que sostienen una amistad latente. Y cuando alguien te invita a cocinar en su casa es como abrir el corazón propio y de los suyos, explorar con intimidad los sueños y memorias, y tatuar en el alma nuevos recuerdos que formarán hogares infinitos. Cuando el chef poblano Abraham Santos me invitó a cocinar en su Casa Bacuuza fue porque antes cocinamos centenares de risas y anhelos en medio de un viaje inolvidable para ambos. Al aceptar la invitación me abrió la oportunidad de conocer a su socio el chef oaxaqueño Osiel Solórzano, a todo el leal equipo de cocina, y de empaparme con lo espectacular de sus sueños materializándose. Al mismo tiempo también le invité a conocer un poco de mi porque a la cena efectuada el 30 de abril invité a mis padres a ser comensales, y mi equipo de trabajo representado por el chef Williams García estuvo intachable en el servicio de mis platos.

Fueron días de confirmar que en el mundo gastronómico mexicano las cosas se mueven de una forma acelerada, intensa, e incalculable. Y entre cada plato servido confirmamos que las coincidencias cuando provienen del corazón son eternas, y que cocinar juntos solidifica la necesidad por contribuir al oficio desde la honestidad y sencillez.

De los platos disfruté mucho los presentados por mis anfitriones, y los míos eran una especie de revisión, homenaje y reencuentro con los sabores maternos que por primera vez le serví sin miramientos. Versiones del guacamole mixteco, lengua en alcaparrado con puré de coliflor trufado, esquites a la hoja santa servidos con mayonesa de mole negro y espuma de queso azul francés, y como plato fuerte una adaptación de la enfrijolada en la que utilicé tres tipos de frijoles endémicos y terminé con foie gras una salsa de más de 12 horas de cocción. Foie gras y frijoles, una de las combinaciones más deliciosas y simbólicas de mi entender culinario.

Casa Bacuuza es un espacio dedicado a la cocina oaxaqueña en el centro histórico de Puebla. Nada más atrevido en concepto, pero tampoco nada mejor logrado. En otros textos he hablado sobre la difícil que es la adaptación de una cocina regional en extremo compleja como la oaxaqueña en el corazón de una ciudad de las mismas condiciones. Y siempre he pensado que Oaxaca puede instalarse perfectamente en Puebla por la calidad de sus cocineros, la intención de sus restauranteros, por el ambiente de cofradía y profesionalismo que existe entre el gremio, y por la disposición de los comensales. Con sinceridad -y con razones que no son motivo de este texto- estoy seguro que no le pasaría lo mismo a la cocina poblana en la ciudad de Oaxaca, no por la falta de grandeza de la gastronomía poblana sino por la dureza en la que a veces la capital oaxaqueña trata a los conceptos nuevos. Casa Bacuuza es viajar a Oaxaca a solo dos horas de la CDMX; una auténtica embajada gastronómica.

Cocinar entre amigos fija sensaciones que pueden ser revisitadas en el tiempo y espacio. Son emociones que se guardan en el alma para tiempos difíciles y que motivan a mantenerse en línea recta sin desfallecer. Cocinar en Casa Bacuuza fue cerrar y abrir círculos que nos llevarán a buen puerto a todos los involucrados. Se abrieron puertas que jamás se cerrarán, y los corazones alegres jamás se apagarán. Regresaré a cocinar, comer, reír y recordar que algún día y por unos instantes esa Casa, también fue mía.

Lalo Plascencia

Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia

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