Lalo Plascencia
Para quienes gozan como yo de las virtudes de ser cuarentones y mexicanos, tras leer el título deberá sonarles en la cabeza la canción de Maná. Obviamente no es una obra maestra, porque su construcción es tan simple que ofende. Pero fuera máscaras: crecimos escuchándola, cantándola, dedicándola hasta la saciedad, y gritándola en momentos de euforia colectiva en una época sin redes sociales, sin teléfonos móviles y sin inteligencia artificial. Eran tiempos en que las pequeñeces eran cotidianidad y forma de convivencia, en los que pretender enamorar a una persona pasaba por el contacto visual y luego físico, y en el que conversar y guardar silencio eran ejercicios cotidianos. Lejos quedaron los días en que la sexualidad era el tema más ominoso para conversar con los padres, y la educación pasaba por las amistades, los videojuegos para dos personas, y la calle como espacio de formación alternativa. La revisión de revistas -no siempre legales- eran clandestinidades que, a la luz de los asesinatos en vivo en Tiktok, habría que reflexionar sobre lo ingenuos que hemos sido al otorgarle todo el poder sobre nuestras decisiones a esas plataformas. Parece que condeno a los tiempos modernos a una inferioridad moral respecto de los pasados, pero es que hoy me siento ingenuo, desesperado y ahogado porque no me alcanza el intelecto para analizar la ingente cantidad de cosas disponibles para pensar. Tal vez sea -como dice la canción- clavado en un bar donde pueda aceptar como síntoma de mi edad que la vida va más rápido de lo que puedo andar. Comparto algunos temas en los que no encuentro mi lugar en la vida. A lo mejor solo necesito a mis amigos, conversar y un par de tragos pa’ olvidar.
Temporada de listas
En este tema todos estamos perdidos. Los organizadores de las listas y premios, quienes los reciben, los consumidores, los analistas, los que vivimos y lo que pretenden vivir de la gastronomía, los proveedores, y los reales y supuestos periodistas. Todos estamos a la deriva del capitalismo rampante que nos somete a producir sin descanso y publicar en redes sociales una simulada felicidad producto de dejarnos la paz mental en aquello que asumimos como vocación. Aún podemos admitirlo: estamos enfermos de esa necesidad de reconocimiento, de ser validados por aquellos que sentimos como superiores a nosotros y que tal vez busquen la misma aprobación que nos hace falta. Un círculo vicioso de ansiosas necesidades que muchos han convertido en negocio y forma de vida. Tal vez las únicas triunfadoras, además de las marcas dueñas de las listas, sean las agencias de relaciones públicas que promueven cocineros, festivales, encuentros profesionales a cuatro, diez, o mil manos, y que van de evento en evento, de ceremonia en ceremonia, de festival en festival para captar entre sus redes a nuevos incautos deseosos de pagar por fama y éxito sucedáneo. Las listas y sus promotores son un estigma de los tiempos de la simulación.
Hambre de sobresalir
El síntoma más claro de que todo se vende y todo se compra es el crecimiento desmedido de representantes y publirrelacionistas. En una década han conquistado tantos espacios públicos que parecen imprescindibles para el éxito de todo nuevo proyecto; mientras que el boca en boca, la labor honesta y sin impulso mediático es un bien en peligro de extinción. En México viven una etapa de florecimiento al amparo de una crítica y un periodismo gastronómico débiles, nulificados y seducidos por las mieles de ser invitados a media tours, famtrips, openhouse, friends and family y otros anglicismos usados cotidianamente como parte de un lenguaje a la vez arrogante y confirmatorio de los intereses comerciales. Códigos que deben hablarse para pertenecer a la simulación, y no ser desplazados por quienes los inventaron.
Tanta vacuidad en esos eventos que evitan las confrontaciones, las opiniones disidentes o las necesidades alternativas. Tanta falsedad alrededor de esas mesas llenas de elogios y falsas sonrisas que sostienen una industria cada día más atenta del teléfono que del almacén, las circunstancias de sus empleados, o la calidad de negocios con aparente éxito. Tiempos aciagos viven mis colegas que dependen cada vez más de personas que los llevan por los caminos de las necesidades empresariales capitalistas encubiertos de trascendencia profesional. Mucho que lamentar.
Mediocridad universitaria
Los cánceres descritos alcanzan el terreno de lo académico. Pero la dificultad aumenta por la falta de glamour que significa pensar, escribir, o formar, porque eso no es atractivo ni para el capitalismo, ni para las mentes simplistas que todo lo reducen a eventos fastuosos de mucha forma y poco fondo. Más compleja la situación cuando los estudiantes utilizan esos recursos digitales no solo como instrumentos de defensa sino como armas para lastimar o destruir a un profesor o administrativo. Un celular grabando sin autorización una conversación para después sacarla de contexto, presentarla frente a otras autoridades (casi siempre torpes frente a estas situaciones) y desprestigiar a alguien. Celebro cuando estos recursos sirven para evidenciar a quienes rompen lo moral y legalmente establecido, pero es que todo aquello que sirve para hacer el bien igualmente sirve para el mal. Súmese la mala paga, la falta de proyectos interesantes y retadores, la pereza intelectual que domina el ambiente y el poco interés en invertir en la educación, y se construye una de las fórmulas más peligrosas de la modernidad: seres mediocres formando a otros desde la mediocridad, en un ambiente de la misma condición dirigido por seudo líderes faltos de talento. Si de cánceres hay que hablar, éste sin dudas es uno de los peores y pocas luces se ven para solucionarlo en el corto plazo. Ante todo lo descrito, hay días que lo único que quiero es largarme a una isla desierta. Y si es no es posible, al menos otro trago para, ahora sí, olvidar.
Lalo Plascencia
Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia