Edgar SAAVEDRA*
Buscamos la pintura de la verdad. Esa que hoy se transforma novedosa, con nuevos bríos, la que borra, ensaya y vuelve a inscribirse en un giro de grados suficientes para su producción, distribución, lecturas, rupturas y consumo. Sí, todo eso. Sólo así se llega al punto de no retorno a la maledicente maquiladora de utopías. Protagonista de estos escenarios actuales es Wen Castro Loaeza. Originaria de la costa oaxaqueña aparece como un árbol bien plantado cuyos ramajes asumen el riesgo implacable que significan los vientos del cambio o de la búsqueda sin importar pronóstico. Desde este punto de inflexión, que es casi una virtud, puede mirarse la cumbre del escalón final, la meca donde todo pintor querrá llegar. El verdadero artista no tiene alternativas. Se pone en acción o se queda sentado en su hinchada complacencia esperando que el aguarrás del tiempo borre por igual fantasías y pasajeras intenciones. En cambio, la acción en el arte es la vida entera de nuestra conciencia cuando está ocupada en la transformación de la realidad.
A pesar de su juventud Castro Loaeza ha ido esclareciendo su perfil geográfico en la pintura (el variopinto hábitat del mar, los objetos cotidianos prendidos por las moralejas del encantamiento, un bestiario al que ha agregado el combustible de una audaz conciencia, etcétera). En su obra encontramos un argumento en trasformación que no pierde su ritmo constante, siempre inquisitivo, a veces con dudas, no obstante, hay que saber que cuando el misterio es demasiado impresionante no es posible desobedecer; lo dijo El Principito. Ella sigue ese misterio por instinto de supervivencia artística y de esa capacidad creadora que bajo la temeridad de la pasión y la voluntad ha de llegar a buen puerto. La pintura ofrece una cartografía con multitud de hojas de ruta. Algunas son luminiscentes e instantáneas; solo basta mirar, imitar y reproducir la fórmula ad infinitum sin cargos de ninguna conciencia. Otras rutas son como un mar de fondo, lleno de riesgos donde la vorágine puede hacer que naufraguemos sin remedio. Qué dilema. Justo aquí el artista debe dirimir noche y día. Debe conocer para hacer. Hacer para proponer, quizás romper cuando es necesario. Las reglas, sean de la academia o del mercado –locales, universales– habrá que conocerlas para quebrarlas como un hueso. Guardemos proporción, nunca tibieza.
Castro Loaeza se ha empeñado en construir un legado congruente entre la visión o inquietud interna con la necesidad externa. La línea de tiempo de su pintura lo dice con elocuencia. Ella está aquí. Lo que observamos no es mansedumbre pictórica. Sus trabajos encaran, primero, la fuerza expositiva de los colores, su potencia policromática como un garfio que tira del hilo hacia una vitalidad ascendente. Luego aparece el tema. Desde el erotismo hasta los retratos de animales y objetos del entorno se disfruta del conjunto hasta de sus lúdicos pormenores. Cuando tira las redes sobre el pop art sobresale su pericia en proponer algo más que una continuidad enferma de presbicia. Construye una narrativa a las claras reaccionaria en cuanto al acto creativo. No hay miedo al color, al tema, sino un desentrañamiento de ellos. Percibo que de esta forma establece un discurso liberador (de ataduras, prejuicios, límites, subordinación) para convertirse en el poder consumado de una expresión de individualidad creativa que apunta –sin el crónico delirio de esa mimética figuración actual– a la transformación plástico/poética de un nuevo mundo: el de ella misma. Hoy celebramos eso.
*Periodista cultural.