Lalo PLASCENCIA
Lugares bonitos, vivir bonito, vida bonita. Desde hace 15 años he tenido diversas interlocutoras que a pesar de jamás conocerse han coincidido en el significado y uso de estas frases. Es como si ontológicamente algunas cosas fueran bonitas, bellas o agradables, y en consecuencia otras fueran lo opuesto: feas, desagradables, poco atractivas o incómodas. Parece una definición del placer personal generado por el lugar ocupado, por lo externo; en donde aquello que rodea a un individuo, y que es absorbido diacríticamente por sus sentidos, es lo que determina su estado de ánimo, su sentido de la belleza, y del placer. La adopción de estos cánones cuyo origen es confuso -y que es parte de su éxito histórico- construye valores que son impuestos como acuerdos colectivos casi monolíticos que sirven primero como estructuras sociales de validación, y luego como guadañas para cortar cabezas -y espíritus- de quienes están en desacuerdo, los confrontan o sencillamente critican desde la consciencia personal, la reflexión de su repercusión social, y el impacto filosófico de su existencia.
Lejos parece quedar la libertad individual para disentir en los conceptos de belleza, elegancia, buen gusto, y comodidad. Lamentablemente, el mundo gastronómico -como rasgo cultural relevantísimo- no está exento de las garras de esta fiera que más que hacer la vida más relajada parece primero homologarla y estandarizarla, para luego situarla como la aparentemente única forma de satisfacción. Lo bello, lo bonito, lo moderno, lo fresco, lo atractivo y todo aquello que evoque una sensación de placer y hedonismo, ya es hoy un bien explícitamente globalizado, homologado y gentrificado.
Es un despropósito creerse fuera de este orden imperante, porque todos son directa e indirectamente parte de este pernicioso acuerdo social al asistir a los espacios de moda para probar menús degustación de supuesta vanguardia; construirse una imagen personal mercadeable alrededor de su oficio o diseñarse un régimen alimentario de acuerdo a sus alergias, intolerancias o creencias; desintoxicarse de la tecnología con un curso comprado a una influencer de Instagram, o aprender cocina solo por observar series en streaming, o pertenecer a ese nutrido grupo de críticos que se sienten valientes por quejarse de una red social, en otra red social. Lo que abunda es la sensación de liquidez en las decisiones, de hipocresía frente a conceptos sólidos, y de un abandono en la construcción de conceptos propios que coincidan y disientan con lo socialmente popular. Recordar que si una mayoría establece reglas que son ciertas para ella no las hace de inmediato reales para la minoría, por el contrario, una verdad que funciona para un grupo podría ser la falsedad más grande para otro; lo que es bello para unos podría ser aberrante para algunos, y lo que parece bonito para cierto núcleo podría ser insoportablemente falso para quienes no lo conocen o comparten.
En el teatro, los grandes actores y actrices saben que aunque su inmersión en el rol que representan sea total, se circunscribe solo al espacio del escenario y no a su vida fuera del recinto, y aunque su actuación sea magistral, no la hace parte de la realidad cotidiana. O sea: aunque la puesta en escena, el guion, y hasta la audiencia coincidan que es una obra maestra, se extingue al salir del teatro, queda el recuerdo, deja sensaciones diversas, y motiva a seguir consumiendo este tipo de entretenimiento, pero no es extensivo ni a las calles que rodean al recinto, ni a quienes ni siquiera se enteraron que existe un teatro frente a sus casas o negocios. La gastronomía contemporánea -sobre todo en algunas zonas de las ciudades grandes del país- a veces parece una puesta en escena que prioriza la inmersión enajenante de sus consumidores para a la vez negar la realidad personal y colectiva en la que están suscritos, y construir una supuesta verdad que distrae, sigue enajenando y diseña patrones complejos de romper. Estamos más allá de la starbuckización del mundo de Ritzer, de la era líquida de Bauman y de la posverdad de las no cosas de Byung-Chul Han. Vivimos en un mundo en donde ir a comprar víveres tiene que ser una “experiencia en sí misma” a costa de pagar estratosféricos precios por los mismos productos que se venden en lugares que no provocan la falsa sensación de belleza, placer y libertad. Lo que se busca entonces ya no es satisfacer las necesidades primarias, sino además de hacerlo sentirse conectado con esa etérea y falaz sensación de comodidad, éxito y belleza.
Verdulerías nice
El alimento vegano para perros al lado de la vitrina del pan de masa madre recién horneado que puede comprarse por piezas o acceder a promociones del dos por uno a ciertas horas del día; un sitio donde se puede beber vino en lata mientras se compra medio kilo de frijol negro orgánico, y se espera pacientemente por un panini de carnes frías que cuesta un salario mínimo y que será consumido casi como el único alimento del día; quesos mexicanos, vinos naturales, cinco tipos de cacao, canastas de habas y semillas de calabaza, junto a refrigeradores con bebidas deslactosadas, light, sin gluten y de ingredientes orgánicos; afuera mesas para consumir café mientras delicadamente empacan un pedido de dos o tres artículos cuya cuenta alcanzará los tres o cuatro salarios mínimos, y relajadamente se observa el parque en donde todos exhiben a sus perros, y por ende su idiosincrasia y ganas de pertenecer. Aunque parezca un irreal batido de todas las supuestas bondades de la gastronomía, estos sitios existen y abundan, son populares y son modelos de negocio exitosos. Son todo y nada a la vez; venden todo y en nada se especializan; pretenden ser cómodos desde su saturación de oferta, y aunque pertenezcan a diversos propietarios o marcas, todos parecen ser lo mismo. Estos lugares existen y son la exacerbación de las verdulerías de barrio, donde el consumidor extático y seducido se deja llevar por la sensación de pertenencia algo aparentemente más bello, elegante, sofisticado y placentero de lo que conoce. Un teatro que pone en escena una realidad que se diluye al salir a la calle, percibir el aroma a deshechos de perro, y escuchar las mentadas de madre de los conductores atorados en un semáforo. La verdulería del nuevo milenio que revela el estado de la ciudad, y las carencias, presencias y ausencias de sus habitantes. Belleza etérea e inexistente, teatral.
Lalo Plascencia
Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 14 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia