(Como aportación a la cultura de Oaxaca publicamos este Cuento corto de Alfonso García Alfaro 1912- 1986. Nació en Huautla de Jiménez, Teotitlán, Oaxaca. De ocupación comerciante, transportista, empleado estatal, trabajador migrante en EU.)
Salí muy de mañana de la casa que me había dado posada la tarde anterior. En la tarde misma, les había dado las gracias por su hospedaje, un petate y un costalito fueron mi cama. Es increíble que ya de viejo el cuerpo no siente las incomodidades, se amolda a todo y está dispuesto a comer lo que se presente, o bien, no comer durante el día. Salí decía yo, temprano. Estaba cerca de un pueblo ya mejor formado, es decir, ya con casa municipal, plaza, templo, escuela, parque y demás. No iba caminando mucho, una hora a lo mucho, con ese paso lento pero seguro del hombre que realmente no sabe a dónde va, pero que tiene que caminar como si estuviera seguro de que en algún lugar lo esperan. De pronto, sin darme cuenta de cuánto había andado, me detuve al ver un letrero a un lado de mi camino. Estaba escrito en un buen pedazo de cartón y puesto en la varita que apenas se sostenía. El letrero decía claramente: “Este pueblo no tiene loco, se solicita uno. Presentarse en la Presidencia Municipal”.
Hacía tiempo que no me reía tanto por algo, aunque mi situación no era para reírse, francamente.
Me reí, me reí de todo corazón, con una de esas risotadas que en otra época fueran para mí, manifestación de alegría, de felicidad.
Al notar que me rodaban las lágrimas me enderecé, pues sin casi darme cuenta me había sentado en una piedra que estaba cerca de aquel letrero. Me dije: Bueno, por lo visto a mí me queda bien la chambita esta de “loco”, creo que hasta estoy ensayando. Me sequé mis lágrimas con la manga de ese saco que a veces parecía más viejo que yo. Proseguí mi camino y al rato ya estaba frente al secretario Municipal quien amablemente me recibió.
Como casi no me atrevía a hablar del asunto que me llevaba, me dijo:
—¿Señor en que le puedo servir?
Entonces, aprovechando, le pregunté.
—¿Cuáles eran las condiciones o requisitos para ser el loco del pueblo?
A ver si yo podía lograr ese puesto.
Se me quedó mirando, como si de pronto me hubiera notado
algo extraño.
—Se ha de referir Usted a uno de esos letreros que unos muchachos, esos sí, locos, han estado poniendo por todos lados —me dijo, sonriendo. —Ya hemos quitado varios y nada más que se presente el comité, voy a ordenar que quite los que hoy amanecieron.
Mire, allá en la esquina del parque está otro, ¿ya ve usted lo que dice?
Entonces dirigí la mirada hacía aquel lugar y vi clarito: “En este pueblo no hay mendigos, todos se han muerto de hambre”. De buena volví a reírme y el secretario me hizo segunda.
—Qué muchachos tan chistosos hay en este pueblo ¿No?
—Muchachos que vienen de la capital a ver a sus familiares y con eso se entretienen.
En eso estábamos, cuando oí las pisadas de un caballo que se acercaba, en la cabalgadura iba nada menos que el señor presidente Municipal. Un señor no muy alto, gordito, pero eso sí de unos bigotes de esos que le llaman de perchero. Inmediatamente se dirigió a mí.
—¿Y este buen hombre qué trae o qué busca o en qué le podemos servir, mi secre? —le dijo el alcalde al secretario mientras me observaba.
—Fíjese Presi’, que viene a pedir la chamba de loco, vio el letrero que está en la entrada y viene a preguntar qué requisitos se necesitan para ser el loco del pueblo.
Se me quedó viendo muy serio el “Presi”
—¡Venga pa’ca! —me llevó a su despacho y me indicó sentarme.
—¿Conque quiere usted la chambita esa?
Perfecto, no hay el menor inconveniente. A ver mi secre, hágale al señor su oficio para que se identifique como único loco del pueblo. Ya hace tiempo que lo necesitábamos, el último fue Chacón, que murió no sé cómo, no sé dónde, ni menos sé cuándo.
Di las gracias y salí de la Presidencia sin saber cómo empezar mi papel de loco del pueblo, Chismotitlán, muy hospitalario y caritativo, por cierto. Como loco no había qué hacer nada y yo me sentía a gusto, me paseaba, descansaba en cualquier lugar, iba a veces al riachuelo cercano y me aseaba, sin perder mi condición de loco pacífico. Así pasó el tiempo, pasó, pasó y pasó…
Hasta que el tiempo lo olvidó todo.