Seguramente, has escuchado –y escuchas- historias sobre eventos desafortunados que le han pasado a tu amiga/o, a tu novia/o, a alguien de tu familia, al amigo de un amigo o a ti mismo.

Entonces, nuestra historia comienza cuando la amiga de un amigo “guiño, guiño” –que cuentan que es niña fresa y no disfruta de la comida como solo en mi México lindo se hace-  se dispuso a comer unos tacos de canasta que, a simple vista, se veían tóxicos, pero sabrosos: la grasa rebosaba y emitía un olor a puerquito bien cuidado, de esos a los que les echaron 3 pesos más de maíz que con la salsa verde que había en el bote de mayonesa de 3.4 kilos, era imposible no comer.

Haciéndose la “muy muy”, su cara demostraba que no comía tales manjares, pero el hambre es canija y cuando está roto el bolsillo, uno no puede darse ciertos lujos, por lo que se amachinó y gustosa comió nomas tres taquitos (por eso de la dieta, según relatan).

Entre risas, una que otra cerveza (para eso, siempre alcanza) y baile, ella olvidó lo que se procesaba en su estómago, pero como todo lo que entra, tiene que salir en algún momento, comenzó a sentir pasos en la azotea e intentó no prestarle atención sumado a que sus amigos le dijeron que no enfocara en ello y que si continuaba el ruidero, una ida al sanitario arreglaría todo.

En ese momento, dio comienzo el inicio del fin de nuestra protagonista (se rumora que lo que le pasó, no se lo desea ni a sus peores enemigos): entre retortijones, salidas de aires a diestra y siniestra, náuseas y un sanitario no apto para dejar ir los malos pensamientos, liberaba su malestar buscando darle play a una música que lograra opacar la matanza que se escuchaba.

Después de un rato, pensó que victoriosa había salido y se dispuso a descansar para tomar un autobús que le trasladaría unas siete horas y media (quizá más por eso del trafico) a su hogar; le dio aviso a sus amigos que todo ya estaba bajo control y que al otro día los veía.

Pero cuando crees que todo va a mejorar, “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida” como diría la canción y ni bien anunciaron su salida en la terminal, comenzó a sentir un llamado del más allá anunciándole que una tormenta se acercaba; la ley de Murphy iniciaba a hacerse presente.

Inició con náuseas, dio aviso a sus amigos y con temor, abordó el camión con destino a la incertidumbre ocupando los primeros asientos “para tener mejor vista del camino”; pues sí amigos, sucedió lo que están pensando: en cuestión de segundos, lo fermentado quiso ver la luz y el viacrucis empezaba.

Al principio, caminaba sin dificultad del primer asiento al final de autobús, pero conforme pasó el tiempo, ese trayecto se veía muy lejano que tuvo que ir cambiándose de asiento hasta llegar al que estaba al lado de ese espacio que ahora era su mejor amigo. Ilusamente, creyó que contaba con suficiente papel higiénico en el sanitario y no midió el uso del mismo mientras iba.

Entre retortijones, escalofríos y mentadas de jefecita, se dio cuenta que no había más papel y que no sabía a quién había dañado tanto para sufrir tal calamidad; ¡por supuesto que pensó en las opciones de vestimenta que traía por si –en caso de emergencia- era necesario usar ya que ningún pasajero ni un papel llevaba!

Como primera opción, estaba un calcetín y luego el otro para continuar con el chon; yo no sé si ustedes han tenido una emergencia de esta naturaleza, pero considero buenas opciones las enumeradas por la víctima en cuestión.

Pero como dicen que al final del túnel siempre hay una luz, con lágrimas en los ojos vio la cercanía a su destino mientras en su mente repetía un mantra para aguantar llegar a casa y dejar terminar por liberar el kraken que acechaba sus entrañas.

Al final, del sanitario no pudo pararse en días pues resultó que una infección había pescado mientras se decía “Sabía que no me lo debía comer”.

Moraleja: Si uno sale del barrio, el barrio no debe salir de uno para no morir en el intento cuando el hambre aprieta.

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