Arturo DIEZ*
LEÓN, GTO.- Supe de Diego Zúñiga (Chile, 1987) por la lista que hizo la revista Granta con los que considera los 25 mejores escritores en español menores de 35 años. De quienes he leído de esa lista, hasta ahora, Qué vergüenza de Paulina Flores ha sido mi libro favorito, sobre todo por el relato homónimo que cuenta de forma breve la intimidad entre unas niñas y su padre. Con ello, al leer brevemente sobre Zúñiga, me interesé sobre todo por intentar conseguir Camanchaca, narración sobre la infancia que le ha valido varios elogios.
Sin embargo, los caminos del deseo raramente transcurren en línea recta. No pude conseguir Camanchaca, pero me encontré con Racimo (2015, Random House). El título no me daba ninguna pista y mi desconocimiento geográfico de Chile me hizo pensar en Alto Hospicio de forma muy literal (en realidad es una comuna en la provincia de Iquique, al norte del país). Por racimo no hay que pensar en uvas, sino en bombas de fragmentación.
No es muy claro el porqué el autor eligió dicho título para su obra, a pesar de que se narre sobre la fabricación de dichas bombas en la región que ocupa la novela. Pero una lectura que se puede trazar es cómo ocurre la acción en la novela. Las primeras 100 páginas ocurren como el instante previo al estallido de una de estas bombas, no hay detonación que intensifique la avidez por la lectura, es confuso lo que ocurre, incluso fantasmal: el fotógrafo Torres Leiva conduce por el desierto y se cruza con una niña pidiendo aventón para ir a la escuela. Después, es impreciso qué ocurre con dicha niña y en otro momento de la historia, luego de hacer un reportaje por la misma zona junto con el periodista García, se encuentran con otra niña que ahora sí no desaparece de la trama, pero permanecerá inconsciente. El misterio late tenue en la historia, pero hasta el capítulo II comienzan los pequeños estallidos.
La novela toma como material de escritura el caso de Julio Pérez Silva, un asesino en serie chileno. Estos cabos policiacos se van atando hacia el final. Y aunque parece que en el primer capítulo no se entiende tanto lo que sucede, lo cierto es que también funciona como ese paisaje recurrente en la narración, de alguien manejando por el desierto, y entre el polvo y la camanchaca, se pierde en el recuerdo o la ensoñación. Aun así, el último capítulo ofrece un final abierto que sugiere la herida que se abre ante la insistencia de los pequeños estallidos, se resquebraja la verosimilitud de lo narrado y se abre otra posibilidad.
*Nací y crecí en Xalapa. Estudié ciencias de la comunicación en la UNAM y en mi tiempo libre me aficiona leer para vivir otras vidas, así como escribir para contar algo de la mía.
Contacto: arturodiezg@outlook.com y arturodiezgutierrez.wordpress.com