Edgar SAAVEDRA*

I

Nueva cartomancia para días breves (o viejas prácticas para seguir ejercitando

los 7 pecados capitales)

«Dance la luz –dice Lezama Lima en Noche insular: Jardines invisibles— reconciliando al hombre con sus dioses desdeñosos». Si una inflexión retórica nos permite el juego perverso de las provocaciones artísticas bien podemos tomarnos la licencia poética de verter esos dioses desdeñosos en los nuevos 7 pecados capitales de Everest Montes, serie reciente de grabados sobre metal realizados en el taller Pez Gráfico (Oaxaca, Oax.) Este ensayo es un primer acercamiento a esa aventura artística de Everest Montes. Sus trabajos son una recreación de antiguos excesos humanos (aunque más actuales que nunca) presentados mediante imágenes con una estructura alegórica/simbólica que un joven artista nos expone con sutil ingenuidad para dar curso a una provocación de la conciencia, una que parece se ha diluido en el ácido de la contra-natura de los valores humanos más elementales. Dicho de otro modo: es la sobria exposición que alude con un lenguaje propio al “arte del egoísmo que ha entrado a su mayor periodo clásico”, como escribió Nathan Fain referente al neo-narcisismo surgido con toda su potencia en los últimos tiempos. Por otro lado, en un ensayo recién leído, de Imre Kertész, dice que “la ausencia del espíritu queda reflejada en una terrible falta de alegría, en el lamento mudo del ser humano que luego busca expresarse a través de frenéticos excesos”. Matar, es buen ejemplo de lo anterior, morir en masa. Matarse a sí mismo. La tesis es amplia. Por ahora vayamos al arte para salvarnos cinco minutos.

 

Cada cuadro formula un paisaje conceptual que entre entendidos se puede interpretar su agreste sentencia incluida. La gula está representada por un cerdo o un jabalí –da lo mismo–que merodea alrededor de un canasto de pan de figuras y nombres actuales, por ejemplo, las conchas que son una autentica y pérfida adicción de azúcar y carbohidratos. Hay además un alfil tambaleante. Sobre una carta de póker levita un arlequín de doble máscara, una que lleva cuernos y otra formada de un cráneo de toro; en su mano derecha sostiene un pan y en la izquierda una manzana que remite en términos de historia bíblica al fruto prohibido del jardín de Edén. Pregunta: ¿y si fue en verdad un acto de hambre desmedida e incontrolable? (Los veganos podrían iniciar su propia mitología de fanatismos gracias es este cordón creativo). El personaje abre sus manos emulando un sacrifico de versión dogmática donde occidente vierte su entera fe como un perro dominado. Arriba de él flota un enigmático círculo de giros mecánicos. ¿Qué significa? ¿un sello de oráculo?

 

La envidia está representada por una dama. Su mano empuña un objeto como quien guarda celosamente la pieza de la jugada maestra que aniquilará al prójimo. No obstante, hay calma en la atmósfera, una tranquilidad engañosa como la letra pequeña donde habita el diablo. Lleva una máscara con cuernos tan extraños que imposibilita identificar a qué animal han sido robados. Contra todo pronóstico habrá que apuntar que la envidia más depurada siempre roba desde el corazón. Su mejor característica es el deseo que el otro no tenga lo que tiene si no lo tengo yo primero y ojalá el nunca lo tenga y mejor que se muera. Bien lo dijo Francisco de Quevedo que la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Así. En esta escena las constantes iconográficas permanecen: una carta de azar, fichas de ajedrez –tan sarcásticas que al momento de sonreír nos petrifican–, una bola de billar, ah, y una serpiente, la simiente que revela de vuelta el origen de los males existenciales, productos de exportación generados en el séptimo día. ¿Por qué envidió aquella mujer el fruto del conocimiento de lo bueno y lo malo? La envidia, leal solo a sí misma, es atrevida, por ejemplo, cuando deseas al hombre o mujer que no te pertenece. Arriba de nuestra dama de honor se eleva un símbolo místico de la nueva cartomancia del deseo, a sabiendas que duramos poco, por cierto. Eso qué importa. ***

 

II

Parvada de trapo. Un Inventario de aves encantadas

No es un dictado de la fidelidad –ni del ave ni del vuelo– aunque sí del delirio de la vehemencia artística que recrea sus propios escenarios a partir de historias o ficciones inusuales. Trazos de retal (nombre que lleva la exposición) es también una crónica a ras de galería inmersa en una reflexión teórica sobre el arte y sus ropajes, valga la expresión casi literal. En esta serie exhibida en la galería DUAL, ubicada en el centro histórico de la ciudad, el artista Alonso Chávez ha logrado un punto de inflexión que permite al espectador la lectura de un discurso –sí visual, pero rico en argumentos– más dramatizado, vertiginoso y por consecuencia, más arriesgado dadas las tendencias actuales de «la iconósfera» en que prevalece el arte de tendencias pasivas e inocuas por decir lo menos. En Trazos de retal el color es parte compensatorio del poder o fuerza de las historias contadas y construidas en cada lienzo. Un cuadro aunque independiente en sí mismo se engarza armónicamente en la amplia y generosa narrativa del autor. Como bien se ha dicho todo objeto artístico “suscita sentimientos placenteros, de rechazo o de indiferencia; nos gusta, nos disgusta o nos deja indiferentes”. Aunque el fin universal de la obra de arte suele ser estético, dirigido a complacer un misterioso gusto, la diferencia entre una propuesta a otra radica en su vitalidad y virtud artística, es decir, que vaya más allá de lo convencional, que se radicalice si es posible pero sin llegar a lo grotesco y que no nos proponga el espanto como recurso, que para eso nuestra realidad se pinta sola.

Trazos de retal rompe sin aspavientos los tópicos comunes sin extralimitarse con escenarios de difícil digestión, en cambio propone un juego metafórico donde los objetos utilitarios, domésticos, tan cotidianos como la simple ropa que nos cubre y que ahora se traslapan como atuendo a una parvada de aves que se organiza en una extraña casta regodeada de ironía. El humor, por cierto, es un ingrediente inteligente que dinamiza los contenidos pictóricos. ¿Cómo formula Alonso Chávez esta novedosa sintaxis en el terreno del arte? Es más complejo de lo que parece, sobretodo cuando observamos una obra terminada e ignorando que tras bambalinas hay un acontecimiento humano complejo. Esta exposición no es producto de una puntada genial. En la memoria emocional del pintor está la figura del padre trabajando en una maquiladora de ropa. En ese íntimo anecdotario aparecen giros inexorables: un cambio de circunstancias que obliga a detener las maquinas,  abandonar a la suerte del tiempo la empresa que en un momento significó la sobrevivencia económica. Pasan los años. ¿Qué hacer con ese montonón de ropa? Fabricar otra idea. Darle vuelta en términos de arte e integrar esos remanentes en sus piezas pictóricas sin dejar fuera la avezada iconografía ya identificable del autor. El resultado: aves arropadas en una nueva lectura y factura que se retroalimentan en el imaginario de Chávez.

Algunas obras se decantan más por un clima catártico, otras por su claridad compositiva o su intensidad cromática casi radical; otras en cambio gravitan sobre la razón a semejanza de la poesía creacionista de un Huidobro desafiante: “Cuando escribo: ‘El pájaro anida en el arcoíris’, presento un hecho nuevo, algo que jamás han visto, y que sin embargo les gustaría mucho ver”. He aquí la chispa sublime de la coincidencia entre pintura y poesía: lo imposible realizado en un acto artístico, mientras la naturaleza se sujeta al mágico capricho del ser. Entonces el arte sucede… un zanate lleva un ramo de flores, un mielero verde es rodeado de no figuras, un martín pescador atrapa una margarita, una banda de waxwing’s convertidos en sospechosos, un correcaminos toma velocidad con sus botas de terciopelo negro que ha robado a alguna dama descuidada, los flamencos bailan con sus pantimedias rojas, la calandria que nos mira desde un secreto reino, etcétera. Así graznan las aves en los filos del pincel de Chávez. Migración literaria sin ornamentos sobrantes sino integración ontológica. Vuelo sin orillas. Trazos, trama, drama, rama, como una onomatopeya de un ave que teje en silencio con las fibras más sensibles ese nuevo nido del deseo. Alonso es un poeta plástico que abreva del aguaje de la ilusión creadora. Sin duda.

*Periodista cultural.

edgarsaavedra@outlook.com

 

 

 

 

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