Edgar SAAVEDRA*

Van a cumplirse 20 años que escribí por primera vez sobre el pintor Rosendo Pinacho, originario de uno de los lugares más exuberantes y álgidos del territorio oaxaqueño, a saber, la región Loxicha donde el trópico y el carácter forjado a sol y sangre son (muchas veces) el sello de la casa. Una paráfrasis del poema Constelación Plenaria, del bardo argentino Oliverio Girondo, marcó la ruta del primer acercamiento. Dos décadas han pasado de trabajo, determinación y resultado, palabras de intuición profética de aquel entonces y que ahora son manifiestas en un recuento nutritivo del proceso artístico e histórico de Pinacho en esta retrospectiva que ha salvado, dicho sea de paso, la encrucijada del agua estancada. Más de 30 años son elocuente testimonio.

De los dos trucos del albur –en el Juego del Monte[1]—a Pinacho le ha salido una frase lezamiana: “Vive en el peligro de obtener lo más difícil”. Entre ser un animal feliz y el riesgo por conocer “lo ausente, desconocido, futuro, remoto y oculto”, ha cedido por el último impulso. Así, el pintor se dispone a crear cuando su par se dispone a procrear. (Fragmento del texto de 2004)

Utilizando un guiño retórico un pintor puede evolucionar o revolucionar en el oficio. Los que evolucionan van a velocidad crucero de la calma. Los que revolucionan se atan al mástil en pleno mar de fondo para avistar otros puertos, generar otras aventuras con sus riesgos de campo traviesa, por topografías del infierno y otros albures que el destino contiene en su jauría. Esa es la vitalidad del artista que navega bajo un tiempo con pronóstico de tormenta. Rosendo Pinacho pertenece a la categoría de los que arrojan todo por la borda y dan el alma por la alquimia poética. Su pintura se liga con la literatura a la manera de un Canaima, por ejemplo.

Un cuadro suyo es el principio de un pasadizo que aúna su propia crónica y ofrece un lenguaje donde naturaleza y cosmos administran la vida en dosis hiperbólicas. El reloj es el símbolo del tiempo; las constelaciones, de la eternidad, y la barca es el brevísimo recorrido en cuyo capítulo somos protagonistas tan fugaces como la sombra. Fueron fugaces Adán y Eva, y su estirpe no sería la excepción, pareciera decirnos Rosendo Pinacho mediante su pintura, entre la bruma disipada, cuando el asunto se nos devela y la fruta se trasforma en aspa que pellizca las fibras más sensibles de la conciencia, la memoria perdida.

Estamos aquí para vivir y entender, sentido y significado ofrece el arte en sus episodios de lucidez. No obstante, hay que saber mirar. “Una idea –dice El espectador (Ortega y Gasset)—carece de interés cuando, además de ser una falsedad, es una mentira, o escrito de otro modo, cuando es subjetivamente falsa”. Por eso lo amorfo, lo monstruoso en el arte, es más cercano a la bestialidad de sentir, a la brutalidad shakesperiana. En cambio, los elementos del orden cotidiano y universal que asimilamos en silencio, aunque los despedacemos después el espíritu puede unirlos. De ahí mi preferencia por lo bodegones de antaño, ahora memoriales de Rosendo Pinacho. Los rostros, el cuerpo del semejante, han aparecido en su inquisitiva dimensión (por ejemplo, los desnudos) y otros tramos temáticos bajo las influencias razonables de sus maestros y referencias fundamentales. Todo lo anterior se ha enriquecido gracias a los viajes del artista a otras geografías. Es el tiempo, el recorrido y su fruto.

Esta retrospectiva es una inmersión en el imaginario inicial del autor hasta las orillas de su trabajo actual conducente a una pausa pletórica de recuerdos, paraísos recobrados, reflexión crítica y punto de partida de nuevas ambiciones. El hombre y la mujer no son inmortales. El arte lo será.

* Periodista cultural. edgarsaavedra@outlook.com

 

 

[1] Juego de cartas originario de España durante el siglo XVI.

(Museo Casa del Caballero Águila. Cholula, Puebla)

 

Compartir