Edgar SAAVEDRA*

[…] Indagar en la conciencia artística siempre implica riesgos, especulaciones, por la razón que no hay fórmulas que ofrezcan con claridad qué es lo que pasa en la mente de un hombre o mujer que haya elegido el arte como expresión filosófica, religiosa o existencial, entre otras posibilidades. Martín Dimitrova tiene poco de haber revelado su trabajo en el ámbito social del arte, lo que plantea una serie de interrogantes: ¿Cuál es su génesis artística? ¿Por qué ha elegido la abstracción como género pictórico? ¿Cuál es su visión del arte? ¿Ha percibido el público una identidad propia en su obra dentro del espeso paisaje pictórico de Oaxaca? Vale la pena buscar las respuestas en el entendido que el arte, fuera de todo cliché, siempre será un misterio. Michael Leyton lanzó esta pregunta: “¿Por qué apasiona tanto el arte a la gente?”. Un buscapiés dialéctico que pese al tiempo solo está nítida la observación del propio Leyton: “El arte posiblemente sea el fenómeno más inexplicable de la especie humana”. Con todo, la pintura puede ser es una auténtica profesión, una aspiración esnob o una maquiladora de artefactos decorativos para nutrir a un mercado constante y sonante. El camino del arte está sembrado de claroscuros, de ahí que el artista, en algún momento, mostrará su capacidad de determinación y elección: construir su propio rostro –así implique quemar sus naves– o mimetizarse en el conjunto y navegar por las aguas turbias del mainstream.

Dimitrova sabe que el arte no es un albur sino una hidra voraz y que la modestia es la cualidad con el mejor salvoconducto, lo mismo que la perspicacia. Y el valor para arrojar todo por la borda. La pintura exige sus sacrificios, los cobra, no es solo alimentar una ocurrencia, un pasatiempo o como lo señaló Sarah Thornton en Siete días en el mundo del arte: “Durante los últimos años el mercado del arte contemporáneo cobró un impulso inusitado, se incrementó la concurrencia a los museos y, como nunca antes, muchas personas pudieron huir de sus empleos para pasar a autodenominarse artistas.” La pulsión por convertirse a la pintura nunca debe ser visceral sino terminante, venga lo que venga hay que incendiar el bosque de las hinchadas complacencias.

Martín Dimitrova es parte de dos mundos. En uno nació (1979), pasó su primera infancia, fue Bulgaria, cuando este país era un estado socialista y parte del Bloque del Este. Es de esperarse que tanto la condición sociopolítica como la geografía cultural y la pluralidad del paisaje (el mar Negro, el río Danubio, los montes Balcanes, etc.) conformarían los recuerdos más vitales, los que nunca se olvidan. Luego, su otro mundo, Oaxaca; ese mundo de mundos. Su padre es de origen istmeño y conocería esta región que lo cobijaría e influenciaría fundamentalmente en su hábitos y visión de vida a los seis años. Con todo este caudal de por medio, su condición ambivalente, la experiencia seglar adquirida en diferentes trabajos y lugares, Martín Dimitrova, un día, decidió pintar como una misión. Y logró cosas inusitadas. Aunque aprendió a hacerlo mediante un método autogestivo gradualmente ha ido ampliado su aprendizaje de diferentes maneras. No olvida que una capacidad inherente, un don, debe ser pulido hasta el último día y que al siguiente acaso iniciará su otra historia, la que lo mantendrá vivo por siglos.

¿Por qué eligió la abstracción? La respuesta es amplia. Le he oído decir que el no dibuja, pinta. Por lo tanto, el género de la abstracción le ha asentado bien. Es muy pronto para saber si será definitivo. Los procesos creativos son complejos, de hecho, se dice que son el corazón de la psicología del artista y se extienden durante toda la vida, aunque no para todos. Juan Acha, en su ensayo Las actividades básicas de las artes plásticas, apunta: “Muchos artistas desisten de los intentos creativos y se abocan a producir temas de modalidades comerciales, que con el tiempo maduran su factura. Prefieren reiterar las prácticas artísticas  de otros o se limitan a expresar sus emociones o a representar realidades visibles […] Unos cuantos llegan a la creación valiosa y dan por terminada su adaptación social para refinarla y variarla el resto de sus días, como una sisifesca persecución de un ideal”. Quizás Martin Dimitrova ha iniciado con el pie derecho. Por alguna razón evitó la inercia de pintar lo que impone el ambiente local, eso que algunos críticos han llamado “oaxaqueñismos”. Tiene la ventaja de aprovechar un fenómeno que en tiempos de la Guerra Fría se llamaba «inspiración recíproca», o sea, lo que en aquellos lugares se entendía como un continuo intercambio de ideas entre Este y Oeste. En una aplicación personal –y volcado en la abstracción– Dimitrova abreva con toda intención de las dos fuentes: de la atmósfera política, académica e ideológica de su patria natal como de los influjos culturales y artísticos del lugar donde ahora vive. Estos referentes junto con lo viajado, leído, reflexionado y experimentado se incorporan a los postulados que dan dirección a su territorialidad o tendencia artística. Atizado por un sentido de dispersión/permanencia, en la profunda intimidad del artista, al límite de la nada, se libra una batalla de disconformidades y certezas, una delectación morosa de dimensiones épicas. En estas circunstancias, la abstracción, dada la fuerza integradora que exige es el marco idóneo para el autor de Los colores del agua.

La visión del arte de Martín Dimitrova está sustentada en la catarsis que implica crear una pintura (que no es lo mismo que pintar un cuadro) y su intención de provocar algo en el espectador. La comunión con el observador sucede cuando ambos sucesos fluyen naturalmente, uno detrás de otro, con cada protagonista en su esquina secreta. Dos actos de silencio, ese cómplice necesario que exige la aprensión simbólica del arte. Cuando se da que el espectador convive con el creador hay más vasos comunicantes que abismos conceptuales. Lo he visto. Dimitrova no se deja llevar por el desparpajo o la indiferencia exquisita sino por la confluencia cordial e imprescindible –casi ceremonial– con el otro. Es la única condescendencia en que el acto de pintar/mirar tiene profundo sentido. El arte es una escena humana.

Finalmente, ¿qué vemos en la obra de Martín Dimitrova? Una colección de episodios vivenciales. Una pintura, una historia. Un ejercicio de absorción narrativa que asoma sus ojos a través del lenguaje pictórico. Aunque no siempre se disponga del ancla de la explicación el espectador tiene la posibilidad de sentir la obra. La belleza se percibe, los colores nos atraen, las esgrafías y nervaduras manuales –un sello de autor en toda la serie– proveen armonía, son un asidero ornamental que invitan al tacto; los cuadros se pueden tocar, están diseñados para eso, incluso un invidente puede disfrutar su secuencia molecular porque la vibración persiste en las manos después de pasarlas por la piel delicadamente rugosa de las pinturas. En varias obras hay anécdotas, por decirlo así, que tienen que ver con el agua, la luz, el aire, los atardeceres, los manglares, la fluorescencia de las lagunas oaxaqueñas, los cenotes mayas o las arenas del mar Negro. Algunas de ellas el pintor las ha mantenido en su memoria durante décadas, otras son recientes, unas más emotivas, prescritas por la ausencia de los seres queridos o inspiradas por objetos de valor representativo (un reboso maternal, digamos). Ahora bien, la plástica de Dimitrova no intenta imitar la naturaleza, lo cual es absurdo, sino recrearla; por ejemplo, la combinación alquímica de los colores y su disposición rítmica en el lienzo nos permite disfrutar de una interpretación subjetiva de los fenómenos de la luz: refracción, reflexión, absorción y dispersión. Los colores se descomponen o transforman en la atmósfera del cuadro, entonces, sucede la poesía: se pinta la luz, y decimos: si la naturaleza no entra en la pintura, está muerta porque no puede respirar. Por lo menos, en la de Martín Dimitrova.

* Periodista cultural.

edgarsaavedra@outlook.com

 

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