Edgar SAAVEDRA*

I

Es probable que la primera vez que estamos ante una pintura de Ricardo Sanabria (Toluca, 1983) veamos solo figuras amorfas (distorsión emotiva) de todo pelo. ¿Por qué? Porque los estereotipos y criterios de valor tanto del espectador como del historiador de arte, por mencionar dos actores, suelen tener intereses, visiones e influencias diversas.

Con relación a la pintura que en la actualidad se realiza en algunos lugares del mundo, México, digamos, hay que agregar al análisis aquellas concepciones que rayan en un esnobismo galopante pero que se visten de “original” y que algunos atribuyen su éxito a una especie de transición o arista del movimiento moderno del arte. También sobran eufemismos cuando se dice que es necesario un cambio de paradigmas en la pintura dadas las necesidades actuales en su mercado. Lo cierto es que su infraestructura económica suele ser siempre piramidal, casi inamovible, mientras que la corriente del arte es permanentemente fluctuante sino caótico. Los verdaderos intereses están en la cúspide. Y de ahí bajan los dictados.

No se puede negar, no obstante, que algo está sucediendo en el actual sistema de cosas humano. Se han trastocado las fibras más sensibles de los valores –entre otros– y el arte no ha quedado impune. Es por eso necesario hasta donde sea posible ubicar la dirección por donde circula el artista en particular. Es una labor de síntesis. Si tenemos pistas y hoja de ruta qué mejor. Una aclaración: la pintura no es un tratado matemático, aunque las incluya en su manufactura. Por otro lado, su interpretación tampoco debe desbocarse bajo el pretexto quisquilloso del libre albedrío aunque se sepa que la arbitrariedad interpretativa es omnívora. Encontrar el equilibrio entre los argumentos de valorización (tiempo histórico, intencionalidad del autor, subjetividad del espectador, interpretación crítica, etc.) permitirá una conexión de vasos comunicantes más efectivo en su exégesis. Dicho lo anterior y para dirimir de forma más neutral posibles dilemas me adhiero en principio a lo que Ida Rodríguez Prampolini (catedrática de Filosofía y Letras de la UNAM) proponía desde la segunda mitad del siglo XX sobre las artes plásticas. Básicamente establecía dos corrientes preponderantes: la destructiva, que se sirve de un nuevo arte de obvio mensaje expresivo y vulgar, con carácter de crítica social, y la constructiva, que busca la integración formal con el diseño de una nueva vida.

Desde la perspectiva de este ensayo, Integraciones hiperbólicas, el proyecto artístico de Ricardo Sanabria se ajusta al segundo precepto que como piedra de toque nos hace cuestionar el endeble concepto de los “nuevos paradigmas” que responden a meras estrategias de mercado. Lo anterior arroja luz para comprender la reproducción ad nauseam de elementos, iconografías, técnicas y artefactos decorativos en el arte. En Oaxaca, por ejemplo, existe la reproducción masiva de ciertas imágenes (árboles, elefantes, sandías, rinocerontes, canoas) que en términos irónicos ensancha el gran circo de la pintura. ¿Es el guión escenográfico del maistream? 

II

Allá por 1956 el creador del constructivismo Antonio Pevsner, escribía: «La creación de monstruos y de figuras grotescas, no hace sino sembrar la inquietud. El hombre necesita ser calmado; está fatigado y, por lo mismo, nadie debe presentarle monstruos. Nada, en mi obra, puede resultar una fuente de conflictos o de angustias. Una obra de arte tiene el deber de aportar la armonía y la paz; deformar por el placer de deformar, no es crear”. Excelente reflexión de un personaje de entres guerras que vio en primera línea a los verdaderos monstruos del llamado «Siglo del Diablo», nuestro Siglo XX, cuando dos guerras mundiales habrían matado “alrededor de 2500 personas por día, o sea, cien por hora, las veinticuatro horas del día durante noventa años”. Los ejemplos de verdaderas monstruosidades de aquel siglo sobran por montón que pareciera que el «Jardín de las delicias» de El Bosco (que apuntaba a las “deformaciones éticas de su época”) fuera un ingenuo jardín niños apenas desquiciados. A través de sus expresiones el arte manifiesta el pulso de su tiempo y de los individuos, aunque también se extravía en imposturas, oportunismos y gastadas vueltas de perro. El arte puede ser vehemente y brillante cuando lo inspiran vacíos metafísicos, religiosos o existenciales y que hacen del abismo un espíritu inquisitivo. Ejemplo de lo anterior la obra D’où venons-nous? Que sommes-nous? Où allons-nous?* pinturas que Paul Gauguin realizó antes de morir. Dicho sea de paso, las preguntas siguen vigentes. Con todo, en la intimidad de su oficio el pintor jamás deberían olvidar la primicia de Ortega y Gasset: «La felicidad es una dimensión de la cultura». Siendo la pintura una manifestación de la cultura debe proponer en esencia un sentido y un significado en lo que produce y en ese vértice nos convenza que el arte es un reflejo de los más altos intereses del espíritu. Nada menos.

 

III

Derivado de nuestras largas conversaciones con Ricardo Sanabria tengo ahora la certeza que su filosofía como autor/creador tiene como característica la practicidad conceptual. El argumento es transformado visualmente bajo los recursos de la pintura. Aún más, veo en su trabajo inteligencia poética y una resolución técnica que caminan a la par, que enriquecen su proyecto de gran manera. Si bien la pintura es el ejercicio de una profesión, es decir, pretende una remuneración, su deber fundamental es establecer un diseño para una nueva narrativa de vida como  bien  lo cavilaba Ida Rodríguez. Poéticamente es la rebeldía del hombre frente al destino incierto. Recordad a Gauguin.

 

IV

Ricardo Sanabria no pinta figuras fantasmagóricas o azarosas, más bien, su obra lleva la tesitura de fibras interiores; a veces son aquellas escenas tan simples como complejas de su experiencia como ser. ¿Qué somos? Seres humanos que preguntan, que buscan, individuos en sus laberintos ordinarios que buscamos un templo para respirar con fe como titanes domesticados, y aun pletóricos de contradicciones. Cuando termine el jornal será lo mismo. Volveremos al polvo. En el ínterin, Sanabria ha decidido crear su mundo donde podemos caber muchísimos. Identificarnos, como mínimo. A estas siluetas que, como si de un acto de pareidolia se tratara, que se le encuentran formas de personajes en extraña colectividad o solitarios a penas avizorados, quizás no son más que la traspolación –fuerte y delicada– de sus más cercanos semejantes convertidos hoy en alter ego, la externalización de un drama de familia a través de la exploración artística. Arte puro e intención genuina. No está concebido a la manera de aquel vómito espiritual que significó la «pintura–acción» respondiendo a actos de desesperación –por lo menos en sus orígenes– y que marcaron con inédita intensidad toda una época después de la Segunda Guerra Mundial. Hasta que desvarió. Tampoco es la llamada «distorsión emotiva» aludida al principio como aquellos mudos gritos de Munch. En la pintura de Ricardo Sanabria se respira paradójicamente un control de las emociones y sentimientos mientras el pincel, brochas y rodillos recorren con parsimonia la topografía del lienzo… como una tierra que antes era de nadie y ahora se le ha clavado en su neuralgia el estandarte de un testimonio vital.

(Primera parte; el complemento de este ensayo se irá integrando en las sucesivas hojas de presentación, textos de sala, catálogos, etc.)

 

* Periodista cultural.

edgarsaavedra@outlook.com

 

Compartir