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Guelaguetza: la fiesta que dejó de ser nuestra

Víctor Manuel Aguilar Gutiérrez

@aguilargvictorm

Cada mes de julio, Oaxaca se convierte en el centro de atención nacional e internacional. Miles de turistas llegan para presenciar la Guelaguetza, una celebración que, en el discurso oficial, honra nuestras raíces, nuestras danzas y nuestra diversidad cultural. Sin embargo, para quienes vivimos en la ciudad de Oaxaca, esta fiesta dejó de ser motivo de disfrute para convertirse, cada vez más, en una experiencia agotadora, excluyente y, en muchos casos, impuesta.

La Guelaguetza dejo de ser la fiesta de “los lunes del cerro” que lo oaxaqueños disfrutamos para convertirse en un show que quienes vivimos en esta grandiosa ciudad sufrimos.

Lo que alguna vez fue una muestra genuina de solidaridad entre pueblos, una ofrenda cultural auténtica, hoy se ha transformado en un espectáculo dirigido desde el poder político y económico. La ciudad colapsa: el tráfico se vuelve intransitable, los precios se disparan, los servicios públicos se saturan, y muchas actividades cotidianas se vuelven imposibles. Las calles del centro histórico dejan de pertenecer a quienes las habitamos y se convierten en una especie de escenografía para la foto turística.

Nos arrebataron nuestra fiesta para convertirla en un espectáculo ajeno, donde los oaxaqueños somos desplazados. La Guelaguetza ya no es una fiesta del pueblo, es una marca. Una mercancía cultural vendida en paquetes turísticos, boletos de primera fila y campañas publicitarias. Se presume que es para todos, pero el acceso a los eventos principales está cada vez más restringido. Hay filas interminables para conseguir un lugar, espacios VIP, y una clara prioridad para funcionarios, empresarios y visitantes con poder adquisitivo. Mientras tanto, miles de oaxaqueños miramos de lejos, desplazados de una celebración que se supone es nuestra.

Detrás del color y la música, hay una realidad incómoda. Las comunidades que participan invierten tiempo y dinero para representar sus tradiciones, muchas veces sin recibir el reconocimiento ni el apoyo que merecen. Se aplauden sus trajes y sus danzas, pero se ignoran las carencias que enfrentan: caminos intransitables, clínicas sin médicos, escuelas olvidadas. Participan en la Guelaguetza, pero siguen siendo marginadas el resto del año.

Lo que más molesta a muchos oaxaqueños no es la fiesta en sí, sino la forma en que ha sido utilizada. Cada edición es una vitrina política. Gobernadores, presidentes, funcionarios y candidatos aprovechan el escenario para reforzar su imagen, tomarse la foto, y presentar una idea de Oaxaca que muchas veces no corresponde con la realidad. Se habla de cultura, pero se ocultan los conflictos sociales. Se celebra la diversidad étnica y nuestra cultura, pero se invisibilizan las voces críticas.

La ciudad vive durante estas semanas una especie de tensión entre el orgullo cultural y la saturación. Entre el valor de nuestras raíces y el uso desmedido de la identidad como herramienta comercial. Muchos habitantes ya no esperamos con emoción la Guelaguetza, sino que organizamos nuestras vidas para resistirla: evitamos el centro, planeamos salidas, o simplemente tratamos de no quedar atrapados en el caos.

No estamos en contra de la Guelaguetza. Lo que cuestionamos es lo que se ha hecho con ella. El turismo es importante, la promoción cultural también, pero no a costa de la vida cotidiana de quienes habitamos esta ciudad, ni mucho menos del uso utilitario de nuestros pueblos originarios. Necesitamos una Guelaguetza más digna, más accesible, más cercana a su esencia original.

Para el turista, la Guelaguetza parece una ventana a la cultura oaxaqueña, pero en realidad es una versión maquillada, filtrada y mercantilizada de nuestras tradiciones, un engaño. Se presenta como un encuentro genuino, cuando en el fondo es un espectáculo diseñado para vender identidad sin mostrar la realidad. Lo auténtico está lejos del escenario.

La verdadera fiesta del pueblo no debería necesitar boletos ni palcos. No debería ser un escaparate político. Debería ser un espacio de encuentro, de reconocimiento mutuo, de respeto profundo. Hoy, en cambio, sentimos que la Guelaguetza se celebra, pero no nos incluye; que se aplaude la tradición, pero se olvida al ciudadano, al oaxaqueño.

Oaxaca merece una Guelaguetza que no solo se vea bien en televisión, sino que se sienta como propia en sus calles, en sus barrios, en sus comunidades. Una fiesta que no agote, que no excluya, que no duela.

 

 

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