Edgar SAAVEDRA*

I

Lo único constante es el cambio, escribió Heráclito de Éfeso. El sentido de este axioma milenario es fundamental en el oficio del arte. Cada artista tiene un origen, un proceso, un devenir, es pasajero evidente o quizás solo paja. Algunos se estacionan en lo que perciben es el clímax de su producción creativa, nada, nadie los mueve porque la ley del mínimo esfuerzo es más conveniente, aunque la medianía los convierta en prosélitos. Al paso del tiempo su aportación se vuelve una zona de niebla… más sobre este punto, silencio. Para todo hay un tiempo. En la otra orilla están los Ulises, los que aún bajo la advertencia de lo que implica cambiar el rumbo de su cartografía en el mercado del arte queman las naves. Wen Castro pisa firme de este lado, por fortuna. Viene oportuno aquel proverbio que dicta: La hierba verde desaparece y aparece la nueva; se recoge la vegetación de las montañas”.

II

Nada ha sido fortuito en la búsqueda de nuevas propuestas; aquí es mejor causalidad que casualidad. Dejar que la pintura suceda por iluminación espontánea sería cínico, absurdo para ella. El arte no es un acto de fe, hay que pudrirse buscando. De por medio hay reflexión, pensamiento crítico, frustración, dilemas existenciales, por qué no, y luego un golpe de timón, decisiones para cambiar ciclos. Y, no obstante, el viaje con todo y marejada ella lo ha disfrutado como una pequeña muerte. Se necesita templanza en la vorágine de las posibilidades (vale decir en este aspecto: Mujer trabajando). Solo hay que mirar su trabajo anterior para notar que la seducción por lo trivial no es el garfio que la enganche. Sus pinturas plantean varios niveles de gradas sugestivas, otras poseen natural circunstancia, como su fascinación por el mar, por ejemplo. Al ser originaria del litoral oaxaqueño ha introducido en su temática elementos como los peces, las aves típicas del lugar, atardeceres abundantes en color y voluptuosidad como es el gusto de los que nacen bajo los influjos del trópico. El primer mandamiento del artista, del pensador –dice Ortega y Gasset– es mirar, mirar el mundo en torno.

III

Castro les imbuye a sus atmosferas pictóricas una poderosa sensualidad además de transformar un objeto en tema a través del sentido poético y de una saludable creatividad. Veamos. El pez ha sido devorado y en su periplo esquelético va por túneles abismales de una misteriosa Atlántida. Navega plus ultra o surca el aire ponderado por los colores de la melancolía. El pez no ha sido descarnado por diente humano sino por su bisturí subjetivo. Sin embargo, en algún momento de lúdica jiribilla el pez moraleja terminará en pescado frito; ahora está servido en el plato para un comensal estupefacto que comerá con los ojos.

IV

Sus temáticas ha sido diversas como propone la filosofía de Heráclito: “Nadie se baña dos veces en el mismo rio”.  Ha llegado a otro punto de inflexión y la artista ahora se decanta hacia narrativas de mundanidad urbana, si se quiere. Una erótica dramaticidad se respira en el ambiente. Eros ante el espejo. Es el hilo negro de la enigmática arqueología del amor. El tema de pintarse a sí mismo como un ejercicio de hondo análisis de la individualidad –física, moral, psíquica, corporal– suscita arriesgadas especulaciones. Escrutarse el cuerpo desnudo, evidenciarlo erotizado en los ambientes menos sutiles es probablemente el más frágil de los predicamentos pictóricos o bien la concepción de una libertad creadora llevada a ultranza; digamos, la capacidad de narrar a través de la propia anatomía una condición humana que remonta al Edén legendario donde el pecado y el “autoconocimiento” provocaron el dilema universal más paradójico de la conciencia.

V

Llegar aquí no fue sobre un puente de plata. Plantarles cara a los monstruos somáticos produce aislamiento, cansancio, congoja, euforia, un coctel de nitroglicerina emocional. No obstante, cuando se capitaliza de forma proactiva aquellos estadios se convierten en un empuje espiritual para abrir puertas inéditas. Wen Castro, al avistar el paisaje orográfico de su obra anterior dispuso un cambio, no como una actitud radical aún, sí retroalimentativo, por ahora más complejo en lo sensitivo, en los trazos musculares, en su consolidación matérica, subversivo en cuanto a explayarse libremente como una mujer artista que indaga en densos pasadizos, entre sórdidos lupanares donde el jazz revienta la última prenda de la bailarina sobre el tinglado. Si fuera el caso de establecer una analogía de su pintura con la literatura vendría bien pensar en El perseguidor, de Cortázar, donde los personajes decadentes hacen brillar sus filamentos neuróticos noche tras noche mientras el riff del saxo levanta el telón del infierno.

 

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