Milka IBÁÑEZ*
CDMX.-La serie dedicada a la vida de Roberto Gómez Bolaños —mejor conocido como Chespirito— es mucho más que una biografía dramatizada, es mucho más que el chisme que siempre se vuelve viral y hace echar de lado otros temas importantes. Es un viaje minucioso a través de una época irrepetible en la televisión mexicana, donde la comedia familiar se tejía con la misma naturalidad con la que hoy se consume el contenido en redes, pero con un pulso humano y una inocencia que pareciera extinguida.
Aquí, no se trata únicamente de ver cómo un joven creativo, cargado de ideas y perseverancia, asciende hasta convertirse en uno de los comediantes más reconocidos de México para el mundo. La narrativa, de forma muy sutil, nos lleva a observar las entrañas mismas de la industria televisiva nacional, con sus luchas internas, su construcción de imperios y, sobre todo, el papel de familias como los Azcárraga, quienes moldearon no solo una empresa, sino un imaginario cultural entero.
La producción acierta en la recreación de época: desde los sets, las maderas recién pintadas y telones tensados por la gente de escenografía, hasta el vestuario que revive la moda de los años en que el entretenimiento se esperaba con ansias cada capítulo semanal para verlo en familia. El espectador es testigo de la evolución de un medio en el que la competencia no se daba de inmediato, sino en la construcción paciente de audiencias fieles.
La historia de Chespirito no se narra como un ser intachable y perfecto, sino como uno que trazó un camino lleno de incertidumbres, tropiezos y negociaciones. Se ve al hombre detrás del personaje, al escritor que no temía borrar páginas enteras si no encontraba el ritmo perfecto, al actor que se desdoblaba en figuras entrañables y al profesional que comprendía que, sin el respaldo de una televisora fuerte, su legado no tendría el mismo eco, pero a la vez jugaba con ello.
La serie también expone, con elegancia, cómo la televisión mexicana de mediados y finales del siglo XX fue un engranaje donde creatividad y negocios se entrelazaban. El legado de los Azcárraga aparece no como una nota al pie, sino como un pilar narrativo que explica la magnitud del fenómeno Chespirito: su éxito internacional no se entiende sin el andamiaje empresarial que lo proyectó a países donde el español no era lengua nativa, pero donde el humor simple y universal encontró terreno fértil.
En este sentido, la producción no teme mostrar las luces y sombras de ese modelo televisivo. Hay un reconocimiento tácito que la comedia, por más noble que sea, también es industria; y que detrás de las carcajadas hay contratos, estrategias y disputas por horarios estelares.
La actuación principal logra un equilibrio delicado: no es una imitación burda ni una caricatura de la caricatura, sino una interpretación que abraza los gestos, pausas y tonos del verdadero Chespirito, sin olvidar que el objetivo es narrar a la persona, no solo al ícono.
Finalmente, la serie deja al espectador con una doble nostalgia: por el hombre que inventó mundos donde un barril podía ser un hogar y una vecindad podía unir a un continente, y por otro, una televisión que, con todos sus defectos, supo tejer un lenguaje común entre millones. Es un recordatorio que contar la historia de un comediante es, inevitablemente, contar la historia de un país y de quienes, desde el poder mediático, decidieron qué nos haría reír.
*Comunicación y Relaciones Públicas. Directora General 24 Risas por Segundo, Festival de Cine y Comedia.