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Elección judicial en México: abstencionismo, simulación y el riesgo

Armando García

CAMPECHE, CAM.- El pasado 1 de junio se celebró en México una inédita elección judicial. Lo que debía representar un avance hacia la participación ciudadana por la modificación del poder judicial, terminó exhibiendo las grietas profundas de nuestro sistema político: improvisación institucional, falta de transparencia, desinformación y una participación ciudadana raquítica que, sin embargo, fue suficiente para legitimar lo que se propuso el oficialismo.
Según cifras del Instituto Nacional Electoral (INE), la participación ciudadana apenas alcanzó el 13 % del padrón electoral. Y aunque el órgano electoral aseguró que esa cifra estaba dentro del rango esperado, esta afirmación no hace más que normalizar un proceso que nació sin legitimidad.
Más aún no olvidemos que el padrón electoral no representa al 100% de los mexicanos, lo que hace que ese 13% se reduzca aún más frente al total de la población en edad de votar. Pero con esa minoría no solo es bajo: es dramáticamente suficiente y así el poder logró su objetivo. Detrás de esa cifra hay algo mucho más profundo: la mayoría no se sintió representada, ni por el método ni por las candidaturas. Lo cierto es que el oficialismo diseñó esta elección como una coreografía política: tómbolas, listas cerradas, aspirantes sin independencia real, y una narrativa disfrazada de “democratización del poder”. Una democracia sin opciones no es democracia; es control.
Durante años se ha tachado al abstencionismo de apatía o desinterés. Pero en contextos como el actual, la abstención también es una forma de resistencia civil. No es lo mismo, no participar porque no importa, que no participar, porque todo está diseñado para que tu participación no importe.
El abstencionismo en esta elección judicial debe entenderse como una manifestación de oposición pasiva, pero consciente. Frente a una elección que no ofrecía alternativas reales ni garantías de imparcialidad, el ciudadano decidió no convalidar el proceso con su voto.
En regímenes autoritarios, el voto es deber. En las democracias, es derecho. Y a veces ejercer ese derecho implica también decidir no participar cuando las reglas del juego están trucadas.
La respuesta es clara: eligió una minoría funcional al poder. El oficialismo supo que con una participación mínima bastaba para legitimar el proceso. No necesitaban convencer a la mayoría, solo movilizar a los suyos. Así, una elección sin verdadera competencia ni transparencia se transformó en un mecanismo de validación institucional.
Lo que presenciamos no fue una decisión del pueblo, sino una imposición legalmente maquillada. Y ese 87% de mexicanos que no votaron no se quedaron callados; enviaron un mensaje claro: esta elección no representa a nadie más que a quienes la organizaron.
Lo más preocupante no es el bajo nivel de participación, sino la narrativa que busca convertirlo en un triunfo. Se habla de “democracia participativa”, mientras se callan voces críticas. Se presume que “el pueblo decidió”, mientras millones se quedaron sin opción real y por ende decidieron no votar.
Hoy, México enfrenta el riesgo de consolidar un modelo autoritario con ropaje democrático, en el que las instituciones ya no son contrapeso, sino prolongación del poder ejecutivo.
En 2018, muchos mexicanos creyeron que un nuevo pacto democrático era posible. Hoy, muchos también creen que han despertado del espejismo.
La elección judicial ha demostrado que no hay poder popular si las reglas están manipuladas, y que no hay representación cuando la mayoría no se siente convocada.
El reto ahora es enorme: recuperar la voz ciudadana, reconstruir la confianza institucional, y defender la democracia más allá de las urnas.
Este tema es muy claro, porque si el pueblo no elige, no es democracia. Y si elige desde la trampa, es una total simulación.
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