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EL SUPERMERCADO DE LAS IDENTIDADES EN LA ERA NARCISISTA

Por Mariana Navarro

“A veces una imagen revela lo que el lenguaje intenta disimular: la verdad incómoda de una época que privilegia la máscara sobre el rostro.”

LA ESCENA QUE INTERPELA A UNA ÉPOCA

GUADALAJARA, Jalisco.- La fotografía muestra a una figura sin cabeza recorriendo un pasillo donde decenas de rostros se exhiben como mercancía. Es una imagen inquietante y profundamente reveladora: un retrato del tiempo que habitamos, donde la identidad parece estar en oferta y la autenticidad se convierte en un bien escaso. Más que una escena surrealista, es un diagnóstico silencioso de una sociedad que ha aprendido a proyectar antes que a sentir.

IDENTIDADES EN TRÁNSITO

Investigaciones recientes en psicología social y sociología digital han documentado un incremento en comportamientos narcisistas dentro de entornos dominados por la validación inmediata. La cultura del rendimiento, la exposición constante y el consumo acelerado de imágenes han desplazado la identidad hacia un territorio inestable. El yo contemporáneo se vuelve una presentación adaptable, un personaje moldeado para encajar, seducir o evitar responsabilidades.

LA FIGURA SIN CABEZA: UNA METÁFORA ÉTICA

La figura decapitada de la imagen funciona como símbolo de un fenómeno cotidiano: la dificultad para sostener un yo coherente. El narcisismo moderno no necesariamente se expresa con grandeza; muchas veces aparece en versiones suaves, educadas, casi invisibles. Emociones imitadas, contradicciones constantes y narrativas diseñadas para complacer explican ese vacío ético desde el cual la persona ajusta su discurso según la audiencia. Un yo sin cabeza es un yo sin eje.

LAS MÁSCARAS COMO CAPITAL SOCIAL

Las cabezas alineadas en los estantes evocan la idea de la identidad como mercancía, ampliamente discutida en estudios culturales. En una sociedad hipervisual, ciertas máscaras otorgan prestigio: la del profesional impecable, la del ciudadano ejemplar, la del héroe cotidiano, la del moralista, la de la víctima o la del seductor. Se eligen según convenga, como parte de una economía simbólica donde la apariencia genera capital social.

El riesgo radica en la distancia entre la máscara y la vida real. Es posible construir una imagen admirable hacia afuera mientras se sostienen incoherencias profundas hacia adentro. Esa brecha ética —cada vez más visible en la cultura pública y en las relaciones privadas— es una de las fracturas más significativas de nuestra época.

CONSECUENCIAS SOCIALES DE UNA CULTURA DE MÁSCARAS

Cuando la actuación sustituye al compromiso moral, la confianza se debilita. La incoherencia sostenida desgasta vínculos, discursos e instituciones. Estudios sobre confianza social muestran que los entornos donde predomina la simulación presentan mayor desgaste emocional y menor cohesión comunitaria. La imagen del supermercado de rostros opera entonces como advertencia: la multiplicidad sin raíces termina por erosionar el tejido ético que sostiene la convivencia.

LA URGENCIA DE RECUPERAR EL ROSTRO VERDADERO

El desafío no consiste en eliminar las máscaras —todos habitamos complejidades— sino en recuperar la capacidad de sostener un rostro auténtico. Uno que no cambie al ritmo del aplauso, sino al de la responsabilidad. En un mundo donde la apariencia se ha convertido en una forma de poder, la autenticidad se vuelve un acto de resistencia cultural. Y esa resistencia es urgente.

La fotografía lo señala con claridad: las máscaras pueden impresionar, pero solo los rostros verdaderos construyen sociedad.

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