Clara FRANCO*

HAMBURGO, AL.-¿Recuerdan los “tiempos compartidos” en la playa u otros destinos turísticos?. Probablemente alcanzaron su punto máximo de popularidad a mediados de los noventa, cuando viajar por el mundo comenzaba poco a poco a ser más común (aunque no tanto como hoy) y cuando las posibilidades actuales de “economías compartidas” – por supuesto gracias a los smartphones e Internet – eran aún impensables. Muchos de nosotros recordamos los tiempos compartidos con una vaga sensación de desdén en lugar de cariño (¿eran una estafa, o una idea legítimamente brillante?) pero eso no viene al caso. Independientemente de si tener un contrato de “tiempo compartido” tenía sentido financiero en aquel entonces o no, el punto es que quizá fueron un primer paso en la cultura de las “economías compartidas”.

Las economías compartidas ahora están mejor representadas por marcas que todos conocemos: Uber, Airbnb, etc. El punto de ellas es que, en un mundo cada vez más interconectado vía Internet y con menos recursos espaciales para compartir entre más gente, no necesitamos ser dueños de todo lo que usamos: desde automóviles hasta casas o algunos electrodomésticos. O que incluso las cosas que poseemos pueden estar disponibles para otros mientras no las estamos usando. Los recursos se aprovechan mucho mejor cuando, en lugar de poseerlo todo y tenerlo “estacionado” gran parte del tiempo, está disponible para que otros lo usen mientras que no pasamos tiempo con él; especialmente a medida que las poblaciones crecen y nuestros espacios y recursos se vuelven más estrechos.

Viví año y medio en la Ciudad de México y ni siquiera me planteé tener auto propio: para una mujer soltera que se movía sola, no tenía sentido tener auto propio si podía combinar transporte público y Uber cubriendo todas mis necesidades. Por supuesto, que el transporte público es más barato que tener un auto propio es una obviedad. Lo que no era necesariamente obvio es que la segunda parte de esa ecuación, Uber o una aplicación similar para compartir viajes, tiene casi tanto sentido financiero como tener un automóvil, al menos para alguien que aún no tiene hijos que mover por la ciudad. Sumando costos de mantenimiento de auto, seguro de auto, gasolina, impuestos y estacionamiento, moverme en automóviles que no eran de mi propiedad no solo era conveniente sino quizás incluso más barato.

Algo similar sucedió con Airbnb (COVID aparte, y está por verse qué sucederá en el futuro): no sólo los tiempos compartidos se volvieron obsoletos rápidamente, sino que la aplicación y la idea abrieron la posibilidad de un “poseer para alquilar” mucho más asequible o incluso el abrir partes o la totalidad de nuestra casa para el uso de extraños mientras estamos fuera, con fines de lucro. La pregunta es: ¿seguirá siendo sostenible en el futuro?

Con la pandemia vimos que pueden aparecer condiciones extremadamente inesperadas en el escenario y en las próximas economías. Las preocupaciones sanitarias en todo el mundo pueden (y lo hacen) obligarnos a repensar los espacios y cosas compartidas. Algo similar podría ocurrir con una escasez repentina y aguda de alimentos, una crisis ambiental más grave (que muchos expertos creen que sin duda llegará pronto), nuevas preocupaciones de seguridad o la amenaza de una guerra. Podríamos entonces ver retrocesos hacia formas de economías anteriores. Pero por ahora, ante el aumento de la población y la escasez de recursos, todavía parece que, tan simple como una lección escolar infantil, “compartir tiene sentido (económico)”.

* Clara Franco es investigadora doctoral en la Universidad de Hamburgo y el Instituto Alemán de Estudios Globales y de Área (GIGA). Tiene una maestría en Asuntos Internacionales por el Instituto de Estudios Internacionales y del Desarrollo (IHEID) en Ginebra, Suiza. Ha concentrado sus investigaciones, así como impartido seminarios, en temas de Derechos Humanos en Latinoamérica, Género, Salud y Educación, y Derechos de las Mujeres.   clara.franco@graduateinstitute.ch

 

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