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Educación para obedecer, no para pensar

Víctor Manuel Aguilar Gutiérrez

@aguilargvictorm

En México, durante décadas se ha medido el avance educativo por la disminución del analfabetismo en términos tradicionales: personas que no saben leer ni escribir. Sin embargo, poco se habla de otro fenómeno más sutil, pero igual de devastador: el analfabetismo funcional. Millones de mexicanos pueden leer una frase o firmar un documento, pero no comprenden lo que leen, no procesan ideas complejas, ni son capaces de identificar contradicciones en un discurso político o mediático. El problema no es nuevo, pero se ha agravado.

Este analfabetismo de nuevo tipo tiene consecuencias profundas. En el ámbito educativo, se manifiesta en generaciones que egresan de la secundaria o incluso de la preparatoria sin capacidad para redactar un párrafo con coherencia, sin saber distinguir entre una opinión y un dato, entre un argumento y una falacia. En el ámbito social, convierte a millones de personas en presas fáciles del populismo, la manipulación y la propaganda.

En Oaxaca, donde históricamente se han combinado pobreza, exclusión y desigualdad educativa, el fenómeno es más visible. En muchas comunidades, niñas y niños van a la escuela, reciben libros, uniformes y hasta desayunos escolares, pero pasan los grados sin realmente aprender. Se gradúan sin entender una noticia de periódico, sin poder interpretar un recibo de luz o un contrato laboral. La educación que reciben los prepara apenas para repetir frases, no para pensar.

El problema se agudizó tras la pandemia de COVID-19. La educación a distancia fue una ilusión para miles de familias sin internet ni dispositivos. Años perdidos en los que no se aprendió lo esencial. Lo más preocupante es que el gobierno ha preferido maquillar cifras antes que reconocer el daño estructural. Hoy se promueve una “nueva escuela mexicana” sin rumbo, sin diagnóstico serio y sin escuchar a docentes ni expertos. Después de la pandemia, incluso en grados como tercero y cuarto de primaria había alumnas y alumnos por igual, que no sabían leer, ni escribir. ¿Cómo fueron promovidos a esos grados sin saber lo elemental?

Este nuevo analfabetismo no es solo una tragedia educativa: es una amenaza para la democracia. ¿Cómo participar activamente en la vida pública si no se comprende lo que se vota, lo que se firma, lo que se aprueba? ¿Cómo exigir derechos si no se entienden las leyes? Una ciudadanía desinformada no es libre: es manipulable, dependiente y vulnerable. Por eso, muchos gobiernos prefieren ciudadanos que obedezcan sin cuestionar, que aplaudan sin comprender.

Hoy en día, las nuevas políticas educativas priorizan el adoctrinamiento ideológico, al conocimiento o desarrollo de capacidades en las nuevas generaciones de mexicanos. ¿Con qué fin?

También hay una dimensión cultural. En Oaxaca, donde la tradición oral es fuerte y la palabra tiene un valor comunitario, el debilitamiento de la lectura crítica y la reflexión afecta el tejido social. Cuando las palabras se vacían de sentido y se convierten en simples consignas —como ocurre con los discursos oficiales—, se empobrece el pensamiento colectivo. La desinformación y los rumores ganan terreno donde falta comprensión y análisis.

¿Qué se necesita? Primero, reconocer el problema sin eufemismos. No basta con presumir cifras de cobertura escolar. Es urgente una política educativa que no solo reparta libros, sino que enseñe a leerlos, a discutirlos, a cuestionarlos. Se necesita formación docente real, no talleres improvisados, revalorar al “maestro” y devolverle su papel educador. Se necesita devolver al aula la función de espacio crítico y no de simple canal de transmisión de ideología.

Y también se requiere voluntad política. Porque educar para la libertad cuesta más que educar para la obediencia. Un pueblo que piensa no se conforma con dádivas. Un estudiante que comprende un texto también puede comprender una injusticia. Y alguien que entiende lo que lee puede, eventualmente, entender que le están mintiendo.

México no necesita más egresados con títulos que no pueden usar. Necesita personas capaces de pensar, de dialogar, de disentir. Oaxaca, con su diversidad lingüística y cultural, tiene todo para ser ejemplo de una educación liberadora, analítica, crítica y propositiva. Pero eso implica un giro de fondo, no un cambio de nombre en los libros de texto.

Porque cuando se pierde la capacidad de entender el mundo, se pierde también la capacidad de mejorarlo, y de elegir con libertad.

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