Por Mtro. José Ma. Villalobos Rodríguez


No es asunto menor. En medio de la mayor pandemia global, de una elección presidencial muy disputada en nuestro vecino del norte, México se convierte, otra vez, en nota internacional sobresaliente.
Gobiernos de naciones amigas mandan aviones de carga con ayuda humanitaria desde Europa al sur de nuestro país.
Más de 200 mil personas afectadas, ciudades bajo el agua, deslaves, desaparecidos, pérdidas millonarias –un caos con agrios reclamos entre autoridades y afectados.
Al igual que el Caribe y Centroamérica los territorios de la península de Yucatán, Chiapas y Tabasco se convierten en víctimas del flagelo de una mala planeación del uso del suelo expuesto a huracanes. Entre el desfogue de presas ordenado por la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y las lluvias intensas se patentiza la fragilidad de México para planear con esmero la seguridad de su gente
Las inundaciones de Tabasco se remontan a la escabrosa historia del Plan Grijalva como esfuerzo del gobierno federal de las décadas 1940 -1960 de hacer de los pantanos de Tabasco un nuevo Valle de Tennessee como lo hiciera Franklin D. Roosevelt en el sur de Estados Unidos.
Como proyecto de desarrollo regional la Federación intervino cursos de los ríos, selvas, manglares, con la confianza que esta intervención de la mano del hombre-denominada “ antropogénica” estaba destinada al éxito. No fue así.
Haber destruido manglares y selvas por décadas para engordar ganado en la planicie de Tabasco facilita el escurrimiento de agua a gran velocidad hacia los ríos que hoy agobian con sus torrentes a sus habitantes.
Construir en zonas bajas como en Holanda es costoso y muy peligroso, si no se hace correctamente. Y en las ciudades de Tabasco no se ha hecho bien –gobierne quien gobierne.
En Chiapas, cientos de familias se han asentado por años en sitios de alto riesgo. Deslaves o inundaciones son una especie de ritual del otoño-invierno. Las tareas de reconstrucción o reubicación se repiten y nunca parecen ser suficientes. Cada evento hídrico extremo vuelve a demostrar que algo se hizo mal en el uso del territorio para vivienda urbana o rural.
La responsabilidad de invertir en una AGENDA DE RIESGOS y un PLAN DE DESARROLLO URBANO ECOLOGICO corresponde a los gobiernos municipales. En la mayoría de las ciudades mexicanas no interesa a sus autoridades estas inversiones en conocimiento del suelo y sus peligros.
No se invierte en prevención porqué hacerlo pudiera hacer de lado los jugosos negocios que significa una reconstrucción para gobernadores o alcaldes.
La reciente extinción del Fondo para Desastres Naturales (FONDEN) significó un duro golpe para el enriquecimiento explicable de proveedores y gobernantes locales.
Un sismo como los de 1985 o 2015 en la Ciudad de México tuvo como consecuencia jugosas ganancias para los Jefes de Gobierno o Regentes y sus proveedores. Igual sucedía en entidades federativas dañadas por huracanes o sequías. Se “inflaba” constantemente la cantidad de viviendas o familias afectadas con el objeto de apropiarse de mayores recursos y dedicarlos a otros fines.
Un Gobernador oaxaqueño de cuyo nombre no quiero acordarme llamó personalmente al noticiario matutino de mayor audiencia para avisar de la destrucción de un poblado completo en la Sierra Norte.
Fue una información falsa que alarmó a aquellos paisanos. Dentro de la polvareda que levantaba el huracán o sismo en turno se daba en las entidades afectadas aquello que en rio revuelto, ganancia de pescadores.
La planeación urbana y la gestión de riesgos son temas serios que en México han sido tomadas a la ligera. Esta omisión se ha vuelto permanente y tiene un alto costo para toda la sociedad. Resarcir el daño a una región que engloba Chiapas, Tabasco, Yucatán, será pagado por los impuestos de los contribuyentes de todo el país o por nuevos préstamos al gobierno federal.
En estos momentos el proveedor de entre 25 y 30 por ciento de los recursos que llegan a las entidades federativas atraviesa un serio problema de ingresos y costos para poder seguirlo haciendo.
La petrolera estatal paga ya más por pensiones que por salarios, enfrenta una contracción severa de la demanda nacional e internacional ante el estado de coma inducido de la economía.
Las refinerías de PEMEX no levantan en rentabilidad por más que se les ha invertido en hacerlas operativamente eficientes.
Hace cuatro años el gobierno de la Ciudad de México promovió la renovación de las miles de unidades que dan servicio de taxis.
En 2020 los bancos que financiaron la compra de esas unidades están dedicados a incautarlos y mandarlos a guardar a un corralón donde con seguridad se echarán a perder.
Inmovilizar por falta de tres pagos a miles de taxis afectará la demanda de gasolina, mantenimiento y refacciones, cuando se salga de la pandemia.
Tenemos, pues, una serie de factores conectados entre sí que provocan pasar de la iliquidez a la insolvencia.
Haber centralizado en la Federación los fondos para remediar o prevenir desastres naturales me parece un freno correcto a los abusos del pasado por gobiernos locales.
Falta hacer obligatorio –no voluntario– que los gobiernos locales inviertan en serio en prevención de riesgos y en una verdadera planeación urbana. Ello implica que aumenten la captación de ingresos propios tanto estados como municipios.
No más descuentos en impuesto predial, mayores impuestos estatales y tarifas de agua y saneamiento, una gestión basada en las tecnologías de la información para todo tipo de trámites municipales y estatales que vendría a abatir la discrecionalidad y los famosos “moches” para agilizar permisos y licencias de uso de suelo o construcción, una mejora sustantiva en el registro público y en el catastro para asegurar el derecho de propiedad.
Es tiempo que los tesoreros estatales y municipales se bajen de la hamaca y se pongan a trabajar buscando mayores ingresos propios y no sólo esperar el reparto de la piñata federal –que en 2021 y 2022 solo contendrá confeti.
Bienvenidos al nuevo realismo fiscal.

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