Edgar SAAVEDRA*
Si un cuadro es como un poema y un poema como un cuadro, cuánta razón tiene Octavio Paz en el prólogo a su Obra Poética (1935-1988) cuando dice como advertencia: «Los poemas son objetos verbales inacabados e inacabables. No existe lo que se llama “versión definitiva”: cada poema es el borrador de otro, que nunca escribiremos…» Y tal como si de cuadros de arte ser tratara a tiro de piedra menciona siempre en el tenor de la corrección: «Me incliné por una división, más que a la cronología, a las afinidades del tema, color, ritmo y tono». Escribió que es el triunfo final de la vida sobre la estética. Esta última sentencia, sentencia –en su segunda acepción y en el mejor de los sentidos– la obra más reciente de Gerardo de la Barrera. ¿Pero en qué sentido? En el sentido de la libertad y la lectura. No es decir menos, ni mucho menos, menos si hablamos, o escribimos de un viejo lobo de mar en la pintura contemporánea que desde este litoral de piratas (el contexto del arte en Oaxaca) saca su bandera de sutil radicalidad y un trabuco enorme de evidencia ecléctica (“en general, se puede decir que una persona o cosa ecléctica es aquella que elige o selecciona elementos o ideas de diferentes fuentes o corrientes de pensamiento”).
Gerardo de la Barrera (primera generación del Taller Rufino Tamayo) nunca ha dejado al garete la academia, un concepto que se redefine at infinitum por la investigación permanente sobre las posibilidades del arte, aunque hayan pasado cuarenta años de su graduación en arquitectura. Una cosa puede ir de la mano, o no; de lo que no hay duda es que, lo que bien se aprende –como hábito creativo– nunca se olvida. Gerardo es de esa cofradía que leía y sigue leyendo libros, sí, libros (papel, tinta, letras, etc.) Sus lecturas, pensamientos, meditaciones e inquisiciones de largas horas rinden fruto hoy mismo como tenía que ser, quizás siguiendo un esquema tan simple como complejo: pintar-construir-descomponer-construir. Deconstrucciones es aquí como un juego de rompecabezas conceptual. (Exhibición en galería tA0). En japón, existe más que un método un rito, que se conoce como kintsugi, es decir “reparar con oro” lo roto, las grietas; esas fracturas resanadas que le vuelven a dar vida al objeto, que transforman la herida en historia resiliente. Lo que estuvo construido y se rompió se vuelve unir con delicadeza. Una línea semejante sigue la deconstrucción en el caso de De la Barrera. La pedacería de obra gráfica (pueden ser muchos más cosas) tiene una segunda versión cuando se vuelve a unir bajo la técnica y el instinto artístico.
La pintura se convierte en un viaje de nuevos aires, de descubrimientos cuando la visión se amplía, cuando los significados consuetudinarios se trasforman, evolucionan… el arte puede ser la cabeza de la exorcizada que da un giro de 380 grados. La deconstrucción, dice una fuente, “critica el orden racional, la pureza y la simplicidad del diseño moderno y desarrolla una nueva estética”. A esta descripción le quitaríamos algunos adjetivos –como buen discípulo de la propia doctrina— porque no alcanza a definir con exactitud la propuesta de Gerardo de la Barrara ni se observa tal cual, ni el autor lo pretende. Hay razón en algo: la simpleza –y elegancia, añadimos– en los nuevos armados pictóricos. Gerardo se ha inclinado por muchos años por la abstracción figurativa. Lo que ahora vemos es un doble repicar de campanas. Si un poema es un retazo de letras encantadas («y mi voz que madura / y mi voz quemadura / y mi bosque madura / y mi voz quema dura») también lo será la pintura. Lo es Deconstrucciones.
Periodista cultural.