Al igual que sucede en un naufragio en alta mar, las afectaciones a familias y gobiernos de la actual pandemia han puesto sobre la mesa una amplia discusión mundial sobre quién debe o no ser salvado de morir. En naciones como Alemania la posición fue que, dado que los ancianos de hoy fueron los que con su trabajo fincaron la prosperidad y fortaleza económica que disfrutan sus hijos y sus nietos, merecen ser tratados con esmero dándoles la mejor atención. En otros países – incluido el nuestro se optó por lo contrario, que dado que los ancianos ya vivieron y ya no son productivos, pues que sean los primeros en morir y que dejen este mundo a gente más joven. Que se dé preferencia a personas en edad de trabajar, a niños y adolescentes, pues de ellos serán el futuro y los ancianos el pasado. ¿Quién tiene la razón?
Robert Fogel, economista del Instituto Empresarial Americano, sostiene que mantener la salud de la población envejecida es costoso y una mala alternativa para un país porque se sacrifica a la gente joven y a la niñez. En 1900, más del 30% de los fallecimientos en Estados Unidos fueron infantes menores de 5 años y que hoy día sólo son menos del 2%. Para el caso de adultos muy mayores pasaron de ser el 18% del total de fallecidos en 1990 a 75% de quienes mueren hoy día.
Fogel argumenta que en Estados Unidos el costo de mantener sana a personas de 85 años o más cuesta seis veces más que hacerlo para la población entre las edades de 50 a 54 años. Además, argumenta que el costo de la salud de los mayorcitos a 85 años es 75% superior al de las edades de 75 a 79 años.
La mayor incidencia y el alto costo de tratar enfermedades crónico-degenerativas se ha agravado, ya que hace un siglo esos padecimientos se manifestaban diez años antes en el ciclo de vida de las personas en comparación al ciclo actual. Con la edad aumenta la severidad de las enfermedades y el costo de prevenir un mayor deterioro.
El dilema que plantea Fogel se sintetiza en que los años de la vejez -si bien son un éxito de sobrevivencia mantener sano a ese reducido grupo de personas- implica destinar menos fondos a la salud y educación de niños y adolescentes.
Invertir menos en la generación que está en proceso de formación resulta en una menor productividad y competitividad en la nación que dé preferencia a la longevidad de sus adultos mayores.
Claro, que el ideal de toda sociedad debiera ser que no importando la edad de los estratos de población se pueda atender debidamente la salud de todos.
Desde la devaluación del peso frente al dólar en tiempos del Presidente Echeverría se ha optado por dedicar más fondos al pago del servicio de la deuda reduciendo recursos a inversión federal en infraestructura.
Para las personas de mayor edad en el México de hoy se tiene registro que si bien la mayoría acude a algún centro público de atención en salud se encuentra que por lo deficiente del abasto de medicamentos sus familias tienen que gastar en medicamentos costosos para cuidados de fallas cardíacas, de presión sanguínea o de articulaciones y músculos. Estos gastos extra más unas pensiones raquíticas hacen que gran parte de los adultos mayores mexicanos la pasen muy mal en sus últimos días.
Las experiencias internacionales para mejorar la atención en salud a la población muestran que como en el caso de Turquía da un buen resultado la convergencia y portabilidad de los servicios públicos. Al tener portabilidad y un solo sistema público (y no como es ahora fragmentado y de desigual atención en México) Turquía obtuvo una reducción de mas del 33% en el costo administrativo. Este ahorro se canalizó a medicamentos y contratación de más médicos especialistas.
Efectivamente, urge revisar en México todo el marco del convenio fiscal entre estados, municipios y federación-, pero es necesario hacerlo a la luz de mejores prácticas.
El caos que se está viviendo en México en salud y educación es claro síntoma de agotamiento. Los gobernadores y alcaldes de este país debieran de contar con mayores recursos propios y facultades tributarias para invertir en calidad de vida de sus pobladores. Recordemos que el nuevo mapa demográfico del país cambia la claridad de quién es o no habitante con derechos y obligaciones en cada entidad federativa o ciudad. Por ejemplo: 75% de los habitantes de Reynosa son veracruzanos.
La disyuntiva en centralizar en la Federación recursos y decisiones en salud pública debiera de incorporar nuevos acuerdos y reglas claras para conocer y planear de dónde vendrán los recursos fiscales para cubrir sus inmensas necesidades de atención en las ciudades y el campo.
Gracias al COVID-19 ha quedado demostrado que el sistema fiscal en salud ya no funciona, que es necesario contar con mucha mayor cantidad y calidad de atención que conlleva un mayor aporte proveniente de todos los mexicanos en edad de tributar.
Cuando en el Congreso de la República de Chile acordaron con el Ejecutivo tener para todos sus ancianos en pobreza una pensión mínima garantizada tuvieron que ponerse de acuerdo en cómo financiarlo de manera permanente y equitativa y sobre cómo darle cuentas a la sociedad del buen uso del recurso extra que se requería.
Acordaron e implementaron un incremento del uno por ciento en el Impuesto al Valor Agregado, cuya recaudación sería para pagar dos salarios mínimos a aquellos adultos mayores en condición de pobreza demostrable.
Para transparentar el uso del dinero se levantó un padrón de beneficiarios que es público y a la vista de todo mundo. Así los chilenos dieron un paso adelante en proteger a sus adultos mayores en cuanto a un ingreso de sobrevivencia y la deuda intergeneracional queda cubierta.
No tiene caso vernos en el espejo de naciones como Noruega o Alemania en cuanto al cuidado desde la cuna hasta la tumba de sus habitantes. Son naciones muy serias y cumplidoras de obligaciones fiscales muy altas.
Tampoco podemos exigir tener para todo mexicano la calidad de atención en salud que dan Francia o el Reino Unido porque sus sistemas de contribución fiscal y costo de servicio van años luz delante de los nuestros.
A veces se nos olvida qué lejos estamos de ser una nación desarrollada, pero cuando nuestras deficiencias salen a la luz (como en la actual pandemia o en la educación pública) es notable cómo somos muy difíciles para lo más básico: ponernos de acuerdo.
Si están rebasadas las leyes y normas sobre el financiamiento a la salud y educación pública tenemos que volver a tener foros nacionales para cambiar el marco fiscal y los acuerdos entre el ejecutivo federal, estatal y municipal.
Ya no es posible que los gobiernos municipales tengan tan limitado su ámbito de competencia y la captación de ingresos propios en salud pública. La gente se enferma, trabaja, se educa, se casa y se muere cada vez más en las ciudades de México.
La pobreza urbana rebasa ya por mucho a la rural. En el campo se pasa menos hambre que en las ciudades. Sin embargo, los presidentes municipales parecen limosneros ante los gobernadores y el Presidente de la República. Ese esquema de vasallaje del gobierno más cercana a la gente ante el SEÑOR GOBERNADOR o el SEÑOR PRESIDENTE ya está más que agotado al igual que el mecanismo de estar pasivamente esperando el reparto federal de ingresos y no hacer esfuerzos de aumentar la recaudación propia.
Correspondería al gobierno de las ciudades imponer multas a motociclistas que no porten casco, a ciudadanos o negocios que quemen basura, a personas que se nieguen a portar cubrebocas, a negocios que viertan aguas residuales a las tuberías, a empresas que tapicen de anuncios techos de edificios y viviendas, a personas que lleven a sus mascotas a tapizar de heces las calles de las ciudades, a negocios que en la clandestinidad operan contra toda reglamentación habida y por haber, que utilizan agua potable para lavar autos o camiones, que circulan contaminado visiblemente el aire, quienes expenden alimentos en la vía pública sin la menor higiene, quienes se apoderan de esquinas y banquetas con ambulantaje de todo tipo… la lista es larga, pero la voluntad de hacerlo es muy breve.
A los gobiernos estatales –más dados a gastar en comunicación social que en medio ambiente y ecología– debieran de centrarse en recaudar más de empresas que contaminan ostensiblemente, de hacer efectivo la multa a todo vehículo que contamine, a toda constructora que vierta desechos en ríos o sitios apartados, a los municipios que no tengan confinamiento de su basura, a los particulares que no pongan barda en sus propiedades registradas en catastro, a quien quiera construir en zonas reservadas o peligrosas, a quienes por venir de otros estados ya radiquen aquí y no contribuyan con pago de impuestos, a los comerciantes que no muestren la legalidad de procedencia de lo que venden en la vía pública o en sus negocios… igual que hay mucho más que hacer que simplemente estirar la mano a la Federación.
Ojalá que el actual enfrentamiento entre Federación y estados respecto a la gestión de la pandemia del COVID-19 nos abra los ojos a que la verdadera fortaleza no está en la estridencia de unos contra otros, sino que por el bien de los mexicanos se tenga un espacio de reflexión y un logro de consenso entre personas expertas en los temas.
Gritos y sombrerazos nunca han dejado nada bueno. Tampoco un grupo ilustrado de unas cuantas personas va a lograr detener una pandemia que afecta lo mismo a millones de analfabetas que a cientos de Doctores en Ciencias. Una de las mayores fallas ha estado en la comunicación de los gobiernos a los 120 millones de mexicanos, de gran diversidad y capacidad de entendimiento. El entendimiento qué es un virus y cómo cuidarse de este es muy variable por edad y región. Tan solo en Oaxaca un millón 300 mil personas no leen español.
Los carniceros y verduleros del mercado de Nochixtlán en la Mixteca no aceptaban ninguna medida sanitaria preventiva del COVID-19 argumentando que el virus era un “invento del gobierno”, creyeron hasta que murió el hijo mayor del líder del mercado (obeso, hipertenso). Son ahora los promotores principales de la prevención.
Ante un pronóstico de la Organización Mundial de la Salud de diez años más de duración de la epidemia ¿Será necesario que en cada familia mexicana haya un difunto por COVID-19 para que nos lavemos las manos, usemos cubrebocas, guardemos la sana distancia, nos guardemos en casa, no salgamos mas que a lo indispensable y no socialicemos en bola? ¿Esperará el Presidente de la República a que en México no exista la corrupción para usar un cubrebocas? Tal parece que solo así…