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¡CON LOS ANCIANOS, NO!

Reflexión urgente sobre maltrato indirecto y responsabilidad compartida

Por Mariana Navarro
Periodista cultural y escritora especializada en temas de ética

GUADALAJARA, Jalisco.- En una escena habitual —cada vez más frecuente en México—, un adulto mayor espera en la antesala del silencio. No hay golpes, ni gritos. Solo ausencias. Puertas cerradas. Nietos que ya no llegan. Y todo, porque alguien “sugirió” que era mejor que no lo vieran.

Vivimos una era donde el maltrato no siempre se ejecuta con violencia directa. A menudo, proviene de un acto tan sencillo como una llamada telefónica, un mensaje con doble intención, o el movimiento de un dedo que señala desde lejos. Y con eso basta para despojar a un anciano del vínculo más humano que tiene: el afecto de su familia.

Esta forma de violencia —sutil, legalizada, legitimada por sistemas burocráticos o familiares— rara vez es nombrada. Pero existe. Se trata de un maltrato encubierto por quienes, sin agredir de frente, provocan que otros lo hagan. Lo hacen con lenguaje ambiguo, escudándose en frases como: “por seguridad”, “es que ya no está bien”, “solo quería advertir”.

Y lo más grave: muchas de estas personas ya son abuelos. O están a unos años de serlo.

El maltrato a los ancianos no empieza en una casa de retiro; comienza en la omisión afectiva, en la desinformación, en la manipulación emocional. Y también —hay que decirlo con claridad— en quienes instrumentalizan leyes o vínculos familiares para castigar, aislar o debilitar la figura del abuelo o abuela, por razones que rara vez tienen que ver con el cuidado.

El problema se agudiza en un país con baja cultura geriátrica, estructuras familiares frágiles y escaso acompañamiento institucional. Aislados de sus redes de amor, los adultos mayores terminan vulnerables a depresiones profundas, retrocesos cognitivos y deterioro físico acelerado. No es sólo una cuestión emocional: es una emergencia de salud pública.

Se requiere un enfoque ético, jurídico y médico que ponga límites al uso discrecional del “interés superior del menor” para impedir la convivencia con sus abuelos sin pruebas, sin análisis profesional, y sin escuchar al propio niño.

Como sociedad, no podemos seguir tolerando formas de violencia moral disfrazadas de “protección”. Ni permitir que el rencor, el ego o el castigo pasivo se impongan sobre el derecho de los adultos mayores a permanecer en el tejido familiar.

Porque lo que está en juego no es solo su presente… sino también el futuro que todos vamos a habitar.

Con los ancianos, no.
Ni directa, ni indirectamente.
Ni por acción, ni por omisión.

Es tiempo de entender que respetarlos no es un acto de bondad, sino de justicia intergeneracional.

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