Lalo Plascencia
Desde hace décadas a la cocina mexicana se le adjudica un carácter femenino que si bien confronta, también constituye verdades propias de una sociedad envuelta de nuevos diálogos sobre matriarcados, machismos y roles de género. Asumir que una actividad humana es exclusiva de uno de sus géneros refleja la facilidad que algunos grupos de élite tienen para categorizar, y así controlar, los destinos de los pertenecientes a otro ámbito social. Un juego de poderes disfrazado de roles sociales.
La ingenuidad con la que se abordan estos temas desde lo público -medios de comunicación, profesionales, foodies y otros líderes de opinión- es síntoma de una profunda ignorancia que no por ser inconsciente y sin mala intención deja de sostener un sistema que se confirma a sí mismo entre datos poco investigados y prejuicios en forma de videos bien editados. Las opiniones fáciles -casi siempre falaces- son como los cuchillos de palo: no cortan, pero hacen mucho daño. Aquí algunas reflexiones que pueden sumar al nivel de discusión.
Fuego femenino.
Muchas de las cosmovisiones prehispánicas coincidían en la existencia de un equilibrio natural entre las fuerzas femeninas y masculinas reflejadas en su concepción del bien y del mal, en la representación de sus divinidades, y la forma en la que organizaban las actividades diarias y rituales.
Si bien el panteón prehispánico es una complejísima estructura basada en el drama, el sacrificio, la inmolación y la reencarnación, el carácter femenino para dar vida tenía un lugar preponderante en las formas en que tejían esa red. Era a través del fuego y su manipulación para generar vida en forma de seres nuevos o alimentos para compartir en familia -casi siempre representados como una tortilla o elaboraciones con maíz- la manera para confirmar que el fogón de tres piedras era el centro y origen del universo, y que fue regalado por los dioses a la humanidad para conservar el balance eterno a través de las manos femeninas que eran responsables de su manutención.
Más que una supeditación de las mujeres a los hombres, existía un entramado de tareas cotidianas que confirmaban la igualdad de fuerzas: los hombres dedicados al campo (siembra y cosecha) abastecían de ingredientes al hogar, mientras que las mujeres eran responsables de transformarlos a través de conocimientos culinarios heredados de sus ancestras. Si bien la cocina tenía una relevancia aparentemente menor al de la guerra como oficio de conquista, expansión y confirmación del valor existencial de su sociedad, la guerra era imposible sin las mujeres que restauraban a los guerreros fatigados. Los equilibrios siempre fueron parte de esas culturas, y el balance era mantenido desde y hacia el fuego eterno encendido por mujeres.

Nixtamalización como entropía divina.
Antes del sistema político y católico impuesto desde 1521, la cocina era un lugar de reunión mantenido casi siempre por mujeres cuya labor era tan compleja como las faenas del campo, artesanía, alfarería o comercio. Diversidad de metates para moliendas dulces o saladas o para obtener variadas texturas que nutrían los paladares familiares, selección de granos para la cocción de frijoles, y la manutención del eterno ciclo del método de cocina más relevante aplicado al fundamento de la alimentación precolombina: la nixtamalización del maíz para preparar masas y tortillas.
Nixtamalizar es un término que desde hace años ha dejado de usarse a la ligera por propios y extraños del ambiente culinario, y sin llegar a ser popular, es cierto que la ignorancia sobre sus condiciones ha disminuido a fuerza de miles de videos, conferencias, congresos y uno que otro error monumental que se viralizó en redes sociales y permitió profundizar brevemente sobre el tema.
Poner el nixtamal desde hace más de dos mil años y hasta la fecha sigue siendo una de las muestras más honestas, inequívocas y sutiles de amor de una mujer a su familia. Es un acto silencioso y casi siempre solitario, y sin visualizarlo como una forma de abnegación patriarcal y católica, en realidad es cariño en su expresión más pura porque en su ejecución sostiene la vida y obra de quienes pertenecen a un hogar.
Es una labor diaria y que sucede sin la necesaria presencia física de la mujer pero sí de su manto de vigilancia eterna. Se comienza por la tarde cuando se ofrece el último alimento del día y el fuego disminuye su intensidad, y se termina antes de la salida del sol del día siguiente cuando el maíz deberá enjuagarse, molerse, refinarse y convertirse en tortillas nuevas que nutrirán la jornada.
Y así al día siguiente, y el siguiente, y el siguiente, y el siguiente… con repeticiones que podrían ser infinitas y parecer esclavizantes, pero que en esencia son el epicentro de la identidad prehispánica y de la mexicanidad actual. Desde la óptica contemporánea, esta suerte de destino manifiesto femenino podría ser evidencia de un rol de género adjudicado por la sociedad patriarcal, sin embargo, la revisión de los hechos históricos a partir de los pensamientos y juicios modernos se descarta fácilmente, porque no debe observarse la realidad ancestral con los ojos del conocimiento contemporáneo, ya que sería una lucha de juicios y prejuicios cuyo destino es el caos.
Sin idealizaciones ni exacerbaciones que podrían caer en falaces formas de feminismo, que más que inocular este texto podrían convertirlo en una inválida acción afirmativa, nixtamalizar es un método intrínseco a las mujeres porque se aprende, ejecuta, transmite y hereda entre mujeres.
Si bien los hombres en ese aún vivo sistema social -heredado y revelado en usos y costumbres de los pueblos originales- tienen acceso al conocimiento para nixtamalizar, es cierto que las mujeres son las que mantienen sus secretos apuntalados y transmitidos a base de miles de repeticiones durante su vida.
En muchos lugares de México, principalmente en zonas rurales y entre las sociedades originales, la nixtamalización sigue haciéndose prácticamente en las mismas condiciones que hace miles de años: seleccionando el maíz de mejor calidad, partiendo la cal para diluirla en agua y en fogones de tres piedras alimentados por leña o carbón. En muchos casos el único cambio perceptible es el paso del barro a metal de las ollas en las que se ejecuta el método, pero los tiempos, temperaturas, pH de todo el sistema y formas en que se procesa el maíz después de ser nixtamalizado no han cambiado en milenios y pareciera que no cambiarán nunca. Es un dinosaurio vivo y feliz que se resiste a extinguirse a pesar de la modernidad y la tecnificación, y las mujeres son las responsables de la vida de ese ser vivo.
Matrices de barro.
Pocas veces se reflexiona en la formas de los utensilios de barro disponibles para ejecutar cocina mexicana. Mientras que las típicas cazuelas arroceras revelan en sus ángulos rectos y sus tapaderas que provienen de diseños europeos con pocos años de adaptación y venta en el mercado, las ollas de barro cuya forma es ovoidal y sin base recta son reminiscencias de la alfarería prehispánica más pura.
Los grandes apaxtles oaxaqueños usados en la elaboración del tejate cuya forma ovoidal profunda tiene que descansar sobre tenates, telas o maderas para que puedan contener la preciada bebida son muestra de ese tipo de alfarería.
En ese sentido, una inocente olla de frijoles puede contener significados místicos y simbólicos de la alfarería tradicional mexicana. La exitosa y admirable maestra alfarera de Santa María Atzompa, Rufina Ruiz, en muchas ocasiones ha destapado el velo sobre este conocimiento heredado por generaciones: que las ollas ovoidales casi siempre usadas para cocinar frijoles son la representación de un contenedor supremo, una vasija de vida, una matriz femenina que contiene el sostén universal.
En su libro Barro y Fuego, Eric Mindling deja pistas -unas veces sutiles y otras literales- sobre este conocimiento ancestral inserto en la genética prehispánica: los ángulos rectos de cazuelas y ollas son una forma poco hergonómica de trabajar el barro, mientras que las curvaturas, los cóncavos y convexos son más naturales al movimiento de las manos porque emulan suavidad, continuidad y movimiento. Si el universo es curvo, el barro también debería de serlo.
Además de la importancia simbólica, en términos de eficiencia culinaria los ángulos rectos hacen que las ondas de calor choquen y dejen de distrubuirse orgánicamente a través de todo el material, de ahí que muchas de ellas terminen con las paredes separadas de las bases después de poco uso. Por el contrario, la curvatura promueve que las ondas de calor no sean interrumpidas sino sutilmente distribuidas en todo el material, y permanecer más tiempo calientes sin necesidad de más combustible.
Así, las ollas curvas son esos receptáculos de alimento que pueden soportar altas temperaturas y años de uso intenso. Son matrices que guardan cálido su contenido, que lo arropan y sostienen, que no pueden detenerse en el suelo pero pueden permanecer eternamente fijas entre las tres piedras del fogón. Son el recordatorio hecho de barro de que la madre siempre estará presente para amar en forma de alimento.
Tortillas maternales.
Millones de mexicanas y mexicanos comparten un recuerdo que de inmediato relacionan con un acto de amor proveniente de una madre o abuela; y aunque no existen registros arqueológicos de que haya sucedido en el México Prehispánico y Colonial, forma parte de la cultura popular actual y son la puerta de entrada para comprender la identidad mexicana más profunda: un taco de sal en una tortillería de barrio.
Cuando un niño o niña acompaña a su madre o abuela a comprar tortillas recién hechas -un acto que es parte de la cotidianidad mexicana- puede obtener una recompensa que solidifica su condición personal y colectiva.
Las largas filas en las tortillerías están llenas de micro rituales que terminan cuando llega el turno, se pesa la cantidad solicitada y de esa pila se retira una pieza para consumirla al momento. La fuerza de la costumbre es tan grande -y la necesidad diferenciadora en ventas tan fuerte- que muchas tortillerías cuentan con pequeños saleros para hacerse un imporvisado taco y dotarlos de un sabor básico único. Algunas exceden esta oferta básica y acondicionan recipientes con salsas verdes o rojas para hacer aún más complejo el bocado.
La estatura del infante le impide alcanzar la pila de tortillas y es su madre quien prepara rápidamente el taco que además de significar cariño, también es motor de construcción cultural porque le hace compartir un alimento milenario. A la primer mordida forma parte de una larga historia de cientos de generaciones que han hecho posible un país, una cultura y una cocina patrimonializada. Ese taco de sal es una forma maternal de introducción a la mexicanidad, de sentido de pertenencia a un pueblo orgulloso de su herencia en forma de tortilla, y en continua búsqueda de mejorar para continuar comiendo de la milpa a pesar del mundo y sus embates.
Al probar ese taco, los infantes ya pertenecen a un México eterno, y al terminárselo el ciclo se reinicia sin mayor complicación. El universo mexicano cabe en una tortilla con sal enrollada por las manos de una madre.
Lalo Plascencia
Chef e investigador gastronómico mexicano. Fundador de CIGMexico y del Sexto Sabor. Formador de 2,500 profesionales en 11 años de carrera. Sígueme en instagram@laloplascencia