Ernesto LUMBRERAS*
GUADALAJARA, JAL.- Entre mis pasatiempos de fin de semana, en mi residencia oaxaqueña de 2006 a 2008, destacaré siempre mis visitas a Ocotlán, el pueblo que alumbró al pintor Rodolfo Morales un 8 de mayo de hace 100 años. Me hubiera encantado conocerlo, conversar toda una tarde en su casa hospitalaria, ubicada a pocos pasos de la plaza municipal, un espacio doméstico convertido en prolongación de su imaginario y de su generosidad. Un hogar de puertas abiertas que permite entrar hasta el fondo del caserón, más allá del teatro privado y llegar a su estudio donde sus familiares conservan, montado en el caballete, el último lienzo que pintaba el maestro Morales.
Nuestros relojes no sincronizaron y no he dejado de lamentarlo. Aunque el reconocimiento le llegó tarde, el artista pudo disfrutar un par de décadas del reconocimiento de galerías, coleccionistas y críticos. Apenas la fortuna llamó a su taller, decidió regresar a su terruño, el epicentro de sus fábulas coloridas, el edén de un gineceo de doncellas levitantes sobre campos de flores. En cada visita a Ocotlán, no me perdía la oportunidad de gozar los murales pintados en el interior del viejo edificio de la presidencia municipal, una suerte de testamento visual legado a sus paisanos; con un pincel inocente, onírico y eufórico Morales recreo las faenas del campo y del mercado de su comunidad, el bullicio y la gala de sus fiestas cívicas y patronales.
Pero también, en el convento de Santo Domingo de Ocotlán, sede de la Fundación Rodolfo Morales, me daba vuelo observando los rituales campesinos y domésticos que el artista llevaba a sus cuadros y sus tapices. En las piezas de gran formato reconocía a plenitud su talento y el calado de su apuesta. Toda una galería de la memoria, un permanente retorno a la tierra nativa, una reconstrucción del paraíso perdido. Con una infancia rodeada de mujeres, el homenaje de Morales al eterno femenino aparece una y otra vez en su arte, en territorios soñados, en plazas del insomnio, en campos del deseo.
Es lugar común afirmar que los tres grandes del arte Oaxaca son Rufino Tamayo, Rodolfo Morales y Francisco Toledo. Yo añadiría un cuarto nombre a este Olimpo plástico: Rodolfo Nieto. En los cuatro reconozco un aire de familia que se concentra especialmente en sus paletas. Sin embargo, esta afinidad cromática se bifurca en aventuras tan disímiles y exclusivas para cada pintor. De las cuatro propuestas, la del ocotlense pareciera la de menor exigencia artística. Su aparente sencillez y superficialidad es engañosa. En la formulación de una estética kitsch que recuerda la pintura de María Izquierdo, Antonio Ruiz “El Corsito” o Frida Kahlo, el oaxaqueño encontró su visión de mundo. Vía un dibujo elemental, de anatomías y arquitecturas frugales, la prodigiosa imaginación de vena surrealista de Morales alcanza una dimensión poética seductora como hipnótica; en esas escenas pueblerinas la humanidad y la naturaleza encuentran su armonía más profunda y duradera.
*Ernesto Lumbreras (Jalisco, 1966) *De la inminente catástrofe. Seis pintores mexicanos y un fotógrafo de Colombia de Ernesto Lumbreras, edición de la Universidad Autónoma de Nuevo León y de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México publicada en este 2021.Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. lumbrerasba@yahoo.es