Ernesto LUMBRERAS*

En la antigüedad clásica existieron tratados, teorías, diálogos filosóficos, discursos pero no ensayos propiamente. Escritos en prosa, impulsados por un afán subjetivo y sin definir expresamente propósito alguno ni mucho menos cumplir, al final de su divagación o paseo, con una tesis puntual o una conclusión rotunda. Por supuesto, en algunos trabajos de filósofos o escritores griegos y latinos, pienso en ciertos pasajes de la obra de Heródoto o de Plinio el Viejo, el germen ensayístico aparece con desenfado y gracia, se desmarca con liviandad e invención de la finalidad didáctica o meramente informativa.

Para Chesterton, el ensayo posee “la semilla de algo maligno” en su exposición subjetiva, libre y caprichosa se revela, paulatinamente, algo que incluso el mismo autor desconoce. Por supuesto, agregará José Luis Martínez, el género centauro, el género ancilar, elude “la falacia objetiva, cualquier tema o asunto se torna problema íntimo o individual.” Agrega el escritor mexicano que en la prosa de los ensayistas está presente, en distintos grados e intenciones “un toque de humor, cierta coquetería intelectual, un voto personal y provisional.”

Para que surja una corriente, una escuela o un género literarios es imprescindible la aparición de un genio de las letras que modifique sustantivamente el canon. Michel de Montaigne (1533-1592) será la figura histórica que no sólo descubre ese continente de pensamiento y de imaginación llamado ensayo, sino que también, a fuerza de explorar con extrema curiosidad esa terra incognita habrá de conquistar y colonizar ese territorio ilimitado e indómito. El relevo de sus exploraciones y conquista tendrá en Francis Bacon (1561-1826) a una conciencia lúdica y lúcida para quien la palabra ensayo le “resulta reciente no obstante que nombra cosas antiguas.”

El ensayo posee una dimensión estética identificada en el estilo de cada autor, pero al mismo tiempo, contiene una dimensión lógica manifiesta en la exposición de sus temas. El verso de Octavio Paz, “un árbol bien plantado más danzante” reproduce plásticamente esas dimensiones, el follaje y la raíz, la pirámide visible y la oculta. Con una analogía semejante, la pintora de la novela Al faro de Virginia Woolf aspira a cumplir una estética en donde: “todo parezca ligero y pronto a temblar al más leve soplo de viento, pero que debajo haya una estructura de hierro.” Tautología de fondo y forma. El ensayista es más un arquitecto que un escultor, incluso, es un hacedor de ciudades, un urbanista que esboza croquis, planos y maquetas donde todas las partes —las visibles como las ocultas— se interrelacionan. Pero también, en un orbe más poético y artesanal, me atrae imaginar al escritor de ensayos como un jardinero de Versalles, Chapultepec o del Jardín Botánico de Río de Janeiro.

 

*Ernesto Lumbreras (Jalisco, 1966) Su libro más reciente es Santo remedio (Petra Ediciones, 2017). Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. lumbrerasba@yahoo.es

 

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