Ernesto LUMBRERAS*

GUADALAJARA, JAL.- Un día de 1977, en el patio de recreo de la Escuela Primaria José María Mercado, sucedió un acontecimiento atroz y vergonzoso para mi conciencia imberbe. Entre carreras, forcejeos y gritos de varios estudiantes, el suceso en cuestión —de inocultable violencia y acoso— tuvo lugar como en un callejón de barrio bravo. ¿Un hecho aislado e irrepetible? No lo creo. En un principio no supe el porqué de la persecución ni quiénes participaban en el alboroto. ¿Se trataba de un juego o de una riña? Según el archivo de mi memoria, el episodio ocurrió en esta secuencia: arrojado al piso por una turba de montoneros, C, amigo y compañero de quinto grado, yacía bocarriba mientras cuatro vagos lo sujetaban de las extremidades. El sol del mediodía bañaba su rostro con lenguas de fuego. En calidad de espectador, cobarde y pelele, miraba la escena formando un círculo con otros de mi condición. Vimos al jefe de la pandilla, un mozalbete grandulón y remiso, montarse sobre el pecho de mi condiscípulo con la misión de obligarlo, entre risas e improperios, a que besara una medalla de la Virgen de Talpa. Con más valentía que estoicismo, mi amigo resistió la afrenta hasta donde pudo pero, finalmente, cumplió el cruel capricho de sus captores.

¿Dónde estaban las autoridades del plantel? Seguramente en su mundo de adulto conversando en algún salón con sus demás colegas La selva escolar podría sobrevivir a sus treinta minutos de ausencia. Cuando mi compañero se levantó, yo seguía allí, confundido, paralizado y con sentimientos encontrados.  Esa tarde me enteré que C asistía a la Iglesia de Emmanuel donde no se reverenciaba vírgenes ni santos, situación de nula trascendencia para nuestra amistad, en buena parte, supongo, por el poco apego de mi familia a los menesteres religiosos. Eso creía hasta antes del momento de la humillación en el patio. Sí, una credulidad de rebaño, ruin e hipócrita. Sin embargo, lo acepto con remordimientos y espinas en las uñas, por varios días me sentí parte de la canallada, un fanático más que participó de manera pasiva en el linchamiento fanático en aquella escuela pública, supuestamente librepensadora y laica.

No recuerdo que el director y los maestros del plantel educativo hayan tomado cartas en el asunto o que la familia de mi compañero se manifestara enérgicamente al respecto. ¿Cosas de niños aprendidas de los mayores? Entre la comodidad y la indolencia de los adultos, los escolares de aquellos años sobrevivíamos con la expectativa que el azar —esa buena voluntad del destino— nos pusiera enfrente un profesor preparado y sensato, amante del oficio, empático de los intereses y las dudas de sus alumnos, inquieto y curioso de nuevos saberes, involucrado en los problemas extramuros… Un maestro que nos hablara del respecto al otro, del reconocimiento de las diferencias. Por eso, aquel brote de intolerancia apareció sin más, réplica seguramente de actos parecidos en nuestra comunidad. En ausencia de un guía con tales cualidades, nuestra “fiera infancia” (Ricardo Garibay dixit) se las arreglaba como podía. La verdad, sea dicha, no era necesario trasladarnos a una isla insólita para cumplir, practicando nuestros juegos salvajes, los deseos de sangre de El señor de las moscas, la novela atroz de William Golding. Además, sin que yo lo supiera —ignorancia compartida por el 99% de mis paisanos—, la anécdota aquí relatada tuvo, cien años atrás, un antecedente de violencia y terror en nuestro pueblo: el asesinato brutal del pastor John L. Stephens, la madrugada del lunes 2 de marzo de 1874.

 

 

*De la inminente catástrofe. Seis pintores mexicanos y un fotógrafo de Colombia de Ernesto Lumbreras, edición de la Universidad Autónoma de Nuevo León y de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México publicada en este 2021.Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. lumbrerasba@yahoo.es

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