Ernesto LUMBRERAS*

 GUADALAJARA, JAL.-El óleo Saturno devorando a su hijo (1820-1823) pintado por Francisco de Goya y Lucientes en uno de los muros de la Quinta del Sordo, me remite al escenario más perverso del pacto social firmado con sangre entre el Estado y los ciudadanos. Hijo del siglo de las luces, el artista aragonés fue testigo del fracaso de los estamentos esenciales surgido de la Revolución Francesa, un salto categórico de la civilización que proyectaba un antes y después en la historia en la misma dimensión del calendario gregoriano, claro, sin las cabezas cortadas en remate al por mayor.  La imagen del cuadro es atroz, digna de la peor pesadilla, el sueño de la razón más despiadada, una imagen que compite en crueldad con los pasajes de los cantos postreros del Inferno de Dante Alighieri.

La figura de Saturno es el horror mismo: los ojos a punto de salir de sus órbitas, las manos aferrando con voracidad a su alimento filial, la boca infame, insaciable y bestial dispuesta a devorar en tres dentelladas a su criatura descabezada y sangrante. Temeroso que de que uno de sus hijos lo destrone, el melancólico titán prefiere devorar a su descendencia procreada con Rea, la Tierra. Los mitos se repiten en la historia: urgido por semejante temor, Herodes manda a sus soldados a todos los rincones de Judea con la orden de asesinar a todos los recién nacidos, el sacrificio de los santos inocentes, camada de donde surgirá —según le han vaticinado sus adivinos— su relevo inapelable en el palacio de Jerusalén.

Más allá de una lectura alegórica o mitológica, Goya pone el dedo en la llaga para que broten la sanguaza y la pus de la alta traición de las guerras napoleónicas y su misión de instauran la nueva era de la libertad, la igualdad y la fraternidad en Europa y en América. Cancelados los acuerdos de las cortes de Cádiz con la restauración de la monarquía de Fernando VII, el artista de Los desastres de la guerra será una figura incómoda y peligrosa al poder. El hombre o la institución que encarne el titán en turno es lo de menos. Entre el rey, el papa, la plutocracia o la República, el pensamiento crítico —la imaginación sin ataduras, el sentido del humor como examen de salud pública— es pólvora seca en los afanes de perpetuarse y de imponer su voluntad sin los menores contratiempos.

El poeta en su acepción más vasta, es decir, el ser que crea y transforma la realidad, no tiene lugar en la República, mucho menos en las monarquías y las dictaduras. El dictum platónico será divisa corriente en el siglo XIX. Espíritus libertarios e insumisos como Lord Byron, Percy Shelley y John Keats no tuvieron cabida en la moral estrecha de la Inglaterra colonialista y marchan a Italia. Paradójicamente, Ugo Foscolo elige su exilio en Londres a invitación de círculos liberales que conspiran en la urbe del Támesis; el poeta es un bocado indigesto y demasiado grande para los principados y ciudades-Estado que rehúyen con pavor la unificación nacional de Italia. Victor Hugo fue un dolor de cabeza para Napoleón III, llamado por el poeta le petit en un panfleto que circuló de mano en mano antes de iniciar su exilio. Bajo tales modelos, el joven Salvador Díaz Mirón retó a un duelo al gobernador Mier y Terán por cumplir al pie de la letra “el mátalos en calientes” ordenado por Porfirio Díaz contra un grupo de simpatizantes de Sebastián Lerdo de Tejada sin mediar juicio de por medio. El abuso de la autoridad contra la población es una herencia maldita firmada por Leviatán, un legado de bajeza moral y de crimen.

 

*Ernesto Lumbreras (Jalisco, 1966) *De la inminente catástrofe. Seis pintores mexicanos y un fotógrafo de Colombia de Ernesto Lumbreras, edición de la Universidad Autónoma de Nuevo León y de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México publicada en este 2021.Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. lumbrerasba@yahoo.es

 

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