De la serie: Preguntas a un pescado frito

Edgar SAAVEDRA*

Fotografías: Instagram de la artista

I

Ana Hernández es una hacedora de objetos de extraña fascinación originaria del Istmo de Oaxaca. Pongo las cursivas por lo relativo que puede ser la descripción (¿sus objetos son arte? ¿por qué? ¿si no lo son pueden llegar a serlo? ¿por qué? ¿nunca lo serán? ¿por qué?, etc.) Lo cierto es que dependerá, poniéndose exigentes, de la capacidad de percepción estética de quien los observe, los describa o en su defecto de quien pueda crear una apología de ese objeto o conjunto de ellos como piezas de «arte» e incorporarles múltiples significados que atolondren a cualquiera o provoquen genuinas inquietudes.

En los productos de Ana Hernández –a la vista esporádicamente en la galería Quetzalli– se observa la pretensión de sobrecargarlos de una gama de inferencias conceptuales utilizando remanentes de su escenario indígena, cuyo ámbito en general de ese mundo hoy por hoy está de moda continental. Y siempre habrá algún medio que toque trompeta sobre estas neo-narrativas artísticas; por ejemplo, la revista Vogue, dirigida a una segmentación específica, con poder adquisitivo, adicta a asimilar tendencias de moda y adquirir productos de alta gama, es el medio idóneo o puede serlo para proyectar, digamos, chovinismos autóctonos. Uno de sus mayores éxitos fue la aparición en portada de Yalitza Aparicio. Desde luego, no es una revista especializada en arte, que también son odiosas.

Lo cierto es que Oaxaca sigue de moda en el mundo. Su gastronomía, la variedad lingüística, la amplia cosmovisión de sus etnias milenarias, el mezcal, los textiles, la gastronomía, el café, su espectacular e imposible orografía, un mercado de arte donde el hilo conductor no es propiamente la creatividad que rompa paradigmas sino la producción casi mimética y edulcorada de fantasías coloristas, e incluso su nervio social que siempre está latente para generar un polvorín que atraiga al turismo revolucionario como sucedió en 2006. En este complejo caldo de cultivo surgen personajes como Ana Hernández que ofrecen una curiosa versión donde mezcla la proyección de su propia imagen junto a sus creativas e inhóspitas, y pacientes manualidades a la manera de neo-readymades. Y en una sociedad ávida de nuevos fetiches de colección la atención está garantizada, es el encanto de las idolatrías instantáneas semejantes a globos aerostáticos. De todos modos, el aguarrás del tiempo tiene la última palabra.

II

Ahora bien, ¿cuál es lo más interesante de su obra desde mi punto de vista? Sin duda algo hay, pero es, digamos, como buscar una aguja de oro en un pajar. Se que es de oro, pero es solo una aguja y la paja es sobreabundante. Lo que vi en el reducido cuarto de la galería Quetzalli, durante una exposición colectiva o individual, no recuerdo, fue una especie de red pintada de dorado, también otro objeto que para describirlo me remito a la Epístola a los transeúntes: “…ésta mi cosa cosa, mi cosa tremebunda”. Pintada de oropel, con mechas de no sé qué material, como una peluca hiperbólica en la casa de los sustos… En otras exposiciones ha exhibido peces “espada” dorados, pencas (eso creo) de maguey doradas, un artificio con semejanza a una equis con espinas doradas, entre otros ornamentos del festín de perplejidades. Sigo indagando y sin embargo, las variables son pocas.

III

Estos objetos sin duda requieren, para connotarlas de sentido estético/artístico, por lo menos dos condiciones, aunque no hay garantía: el escenario, en este caso una galería, el salón de un hotel, una sala universitaria o bien la oportunidad colectiva de aparecer en un museo de concurrencia variopinta, circunstancial. El segundo requisito es un argumento que explique, descifre, ensalce, valide o justifique la obra de «arte» como tal, que le quite las comillas, por decirlo así. Por desgracia, los textos de sala no son más que ditirambos, y no suele existir ni cohabitar en la misma sopa de letras la contraparte crítica. Obvio. Por otro lado, pueden existir ensayos que discurran bajo el tenor académico, aunque por lo general estén al alcance de casi nadie. En ellos se prepondera la lucidez ensayística del autor y rara vez pondrá contra las cuerdas al segundo autor referido. No quiero pensar en esa locución latina “Asinus asinum fricat”, “el asno soba el asno”. Quizás sea un exceso de máscaras que abundan en una ciudad-carnaval como la(s) nuestra(s) donde el pensamiento crítico está en veda y la adulación se pague con unas cuantas monedas. Pero este sobar es tan humano, demasiado humano, que nos ha convertido en una sociedad de hipócritas y difícilmente se tenga un criterio como el de August Sander: “Qué me perdonen si, ahora que gozo de buena salud, tengo la audacia de ver las cosas como son y no como deberían ser, pero no puedo obrar de otra forma”.

IV

No hay mucho que pueda abundar en términos concretos. Ah, el subtítulo que aparece aquí es de Neruda. Por último: Karina Sosa, escritora de uno de los textos de sala referente a la obra de Ana, dice: “Una red en el centro del espacio para que cada que sea observada, pueda recordarnos que algo se fugó. Algo se ha ido, irreparablemente del mundo”.  Yo creo, que entre las cosas que se fugaron, está aquella profunda capacidad narrativa de perfiles proactivos e inquisitivos y esa, no menos importante, puesta en escena que llamaré la valerosa humildad. Y una red, aunque vestida de seda, nunca la atrapará.

 

*Periodista cultural.

edgarsaavedra@outlook.com

 

 

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