Omar PIÑA*

XALAPA, VER.-

—Oye, tú debes saber, ¿a quién le faltaban lentes, a diosito o a los querubines?

Él, ignoró a Remedios, pero dijo al resto que esa niña les había tomado la medida y sólo estaba jugando con ellos.

—Cero respuestas. Gracias —vociferó la madre.

La niña regresó a la banca y aunque no estaba atada, repitió el juego de deslizarse.

En efecto, Remedios no era responsable absoluta de sus pesadillas, pero todo lo quería saber. A su estancia “vacacional” en la restauración se había dedicado a preguntar sobre lagunas que le quedaban entre las charlas de los restauradores. ¿Qué era una conquista? ¿A poco en las paredes del convento había huesos de niños? ¿Era cierto lo que hacían en la picota? ¿Matlazáhuatl era el Coco?

Ninguna explicación, por sencilla que fuera, lograba satisfacer su curiosidad. Sus preguntas eran temas que enfebrecían a todos. Le daban mil y una explicaciones, durante días. Ella provocaba constantes discusiones, ofensas y burlas entre los restauradores. Al grado que la madre, la dejó deambular por ese convento en ruinas, pero lleno del bullicio de una feligresía local que se mantenía fiel a los preceptos o lo tomaban como centro de vida social en el pueblo.

—Mil veces que mi hija asista al catecismo a que los escuche. Allá le van a enseñar a rezar, con ustedes nomás aprende groserías y mentadas de madre.

Y al poco tiempo, según contaba Remedios, Yoltzin apareció una mañana. Era la otra niña que le mostró los accesos y pasadizos del convento. Hasta que sucedió el incidente del ascenso a la cúpula mayor.

Para cuando Yoltzin dejó de frecuentar el convento, iniciaron las pesadillas frecuentes de Remedios. En vano, los restauradores se dieron a la tarea de buscar a la supuesta ‹‹Yoltzin››. Había unas quince niñas que respondían a ese nombre, pero ninguna coincidía con la descripción que aportaba la hija de su compañera: morena, descalza y cubierta con una falda y un huipil. Nunca la vieron y conforme pasaban los días, los periodos nocturnos se incrementaban con la misma pesadilla.

La madre se preguntaba dónde estaría aquella Yoltzin. Ese convento siempre estaba lleno de niños, unos evangelizados por franciscanos y otros, matando su tedio con juegos interminables. Y comenzó la pesquisa con sus compañeros de trabajo.

—¿Quién de ustedes le platicó la historia de una niña-india acribillada por flechas y que, de sus heridas, surgió el manantial de la fuente?

Dijeron la verdad. Se declararon inocentes. A partir de entonces, los temas escabrosos no volvieron a tocarse.

Esa mujer sabía que su hija era capaz de desquiciar a cualquiera con sus preguntas, pero que no mentía. Y por más indagaciones que hizo, ni el sacristán ni los vendedores del atrio habían visto jamás a una Yoltzin descalza y con esa ropa. El fraile encargado habló con la angustiada madre.

—Antropóloga, llevo aquí veinte años y desde mi llegada, los niños visten mezclilla o ropa deportiva.

—Ella insiste. Y esa niña debe estar en alguna parte.

—No hay convento sin leyendas. Lo que su hija cuenta es un martirio. Que los hubo, no lo dudo.

—Es muy sanguinario, una tráquea rota porque la atraviesa una certera flecha.

—Pero no coincide con lo escrito sobre la fuente. Según los documentos allí estaba un ídolo que cuando fue reemplazado por la cruz que aún usted puede ver, hizo que brotara el agua.

—Sí, padre. Quizá es la primera vez que advierto que la he criado rodeada por estas cosas.

—Confianza y consuelo, antropóloga. Es una niña. Pronto lo olvidará.

La madre no quedó conforme con los consejos del fraile. Tenía una evidencia irrefutable, Remedios conocía todo el convento. Incluso, los escondrijos y recovecos y no los llamaba por su nombre técnico, sino con palabras en un náhuatl que ella, antropóloga, sólo conocía por sus estudios, porque eran vocablos en desuso hacía dos siglos. Y a la pregunta ‹‹¿Quién te enseñó a decir eso, Remedios?›› la niña contestaba indistintamente que su amiga Yoltzin.

Su hija no sabía interpretar planos. Noches anteriores le mostró intencionalmente un reciente levantamiento de planta de ese convento. Le propuso que se trataba de resolver un acertijo. Si la respuesta era correcta, el premio era un cuadrito de chocolate. Pero Remedios lo miró con indiferencia y le dijo que sólo veía rayas en una hoja del tamaño de una cama. Yoltzin era un nombre femenino nahua de uso corriente entre los indios bautizados, quienes nunca dejaron sus costumbres, aunque los frailes les impusieran nombres cristianos. La antropóloga lo confirmó en un diccionario temático.

También dedicó algunas noches en buscar leyendas que tuvieran origen con el sitio en donde restauraban. Se sorprendió, los martirios a los indios ocurrieron hasta cuatro siglos de transcurrida la conquista. La picota de ese y otros conventos se usó como tal, columna para castigar desobediencias ante la vista pública.

Pero un martirio por arco y flecha de indios, a una niña, sólo la llevaban a los arquetipos del siglo dieciséis. Acusaciones de idolatría. El cuerpo traspasado transmutaba líquidos, de la sangre al agua. Era una explicación mítica y recurrente que se ajustaba a la existencia de manantiales en lugares sagrados.

Estaba segura de algo, jamás hablaba de esos temas con Remedios. Sí, la niña conocía leyendas que su madre prefería narrarle. Pero siempre eran divertidas, tenían que ver con dioses, humanos y animales. La historia favorita de su hija era el conejo estampado en la luna. Fue hasta la habitación de la niña y corroboró que dormía bien.

La travesura de la cúpula ameritaba un viaje a Baja California, pero no estaba dispuesta a separarse de su hija.

—Cuando Remedios sea mayor, la avergonzaré delante de sus amigos o sus amores con la historia de Yoltzin y la cúpula. Y añadiré que besó en la boca al bombero que la rescató.

La antropóloga fue hasta la cocina y destapó una botella de cerveza. Desde la ventana, contemplaba las estrellas. ‹‹¿Y si mi hija abrió una grieta? Los niños son capaces de abrir dimensiones que los adultos jamás veremos porque no solemos atrevernos››, se dijo con un susurro.

Recordó las lecciones en la Escuela de Antropología, Magia y religión, se llamaba el curso. El viejo profesor los había llevado a una excursión en las faldas del volcán Popocatépetl, para conocer a un Granicero, un hechicero con permiso de subir la montaña. El plan original era concertar el ascenso como acompañantes de un ritual. Aquel hombre aceptó con una sola condición:

—Pero ella no podrá subir. Acabo de pedir permiso para cada uno de ustedes y tú no puedes, porque no crees en nada —le dijo.

Cierto, la madre de Remedios no creía en nada. Quizá por eso atiborraba la imaginación de su hija con leyendas, a sabiendas que eran narraciones míticas para justificar a una deidad, al humano y a los caprichosos acomodos de la naturaleza. Y se percató que la aparición de Yoltzin era su primera interrogación en el transcurso de sus treinta y nueve años en su vida.

Pronto iba a enmendar el ambiente que la perturbaba. La restauración del atrio estaba por concluir. Ella solicitaría su primer año sabático y quizá lo dedicaría a una monografía sobre manantiales conventuales. Remedios regresaba en pocas semanas al jardín de niños. Suponía que las pesadillas se irían diluyendo conforme escuchara de muñecas, de colores, de canciones y recobraría a sus compañeritos, hasta que se le ocurriera atosigarlos con sus típicas preguntas.

FIN

 

 

*Omar Piña (Jalapa, Ver. 1974). Historiador y escritor. Se ha especializado en Historiografía. Es profesor de bachillerato. En la actualidad escribe su primera novela: “Una tímida carta de amor a las bibliotecas donde coinciden un anciano atrapado en su pasado y una jovencita enredada en la incertidumbre del futuro”.

 

Compartir