Ana Edith ORTIZ*
Quiero enfocarme ahora acerca de la sensibilización sobre las violencias de género, fundamentalmente sobre la violencia sexual, pues como lo mencioné en la edición anterior, nos encontramos ante un feminismo de hartazgo social de miles de mujeres alrededor de todo el mundo sobre lo que hoy vivimos. Como bien lo dijo nuestra querida Nuria Varela, un feminismo extraordinario porque vivimos ante aquello que no se ve, aquello en lo que solamente tú y la otra persona saben que está pasando, aquello que aparentemente es invisibilizado y, sin dudar, muy normalizado.
Vamos por un café, me dijo, y yo respondí que no, entonces, respondió, tienes que ser la primera persona en llegar a la oficina y la última en irte; así fue por varios meses. Después, buscaba el momento y el espacio para encontrarme sola y decirme: Eres mi “Bratz”, mi “Bratz” favorita, me lo dijo muchas veces; luego, llamaba para recibir noticias de los expedientes y por obviedad de razones (bueno, ahora lo entiendo), era yo quien tenía que ir a dárselas solamente para que se me quedara mirando sin decir nada más que “eso es todo, puedes irte”. Meses después, bajó “de casualidad” al sótano al mismo tiempo que yo por un expediente que se encontraba en el archivo; yo quería que la persona que se encaraba de esa área, se tardara mucho para hacer tiempo en lo que la otra persona (hoy lo nombré, hoy le puse nombre, el hostigador, quien me hostigaba) “buscaba algo en su cajuela”. Desafortunadamente, no fue así y pasó lo que nunca imaginé que pasaría, pero inconscientemente lo sabía; no tenía lógica, era sólo un sentimiento de miedo, de confusión, de incredulidad, un algo que, aparentemente, sólo él y yo sabíamos: me alcanzó en el punto ciego de las escaleras de caracol, con el sonido de sus zapatos y de su peculiar forma de caminar, me apretujó tocándome una parte de mi cuerpo, jalándome hacia él con mucha fuerza para decirme bien cerquita en mi oído izquierdo “mamacita”.

Fueron segundos, pero en ese momento a mi me pareció una eternidad. No dejes de subir las escaleras, me decía mi mente mientras mis ojos estaban fijos para llegar al primer piso con la esperanza que alguien bajara esas mismas escaleras que yo iba subiendo en tanto un infame devoraba mi cuerpo. “Llegamos, por fin llegamos” dijo mi mente y, entonces, me soltó, se acomodó el saco con una postura digna y se fue por el pasillo.
¿Por qué callaste tanto tiempo?, me preguntaron recientemente y, qué te digo, cómo te explico que una no habla cuando debe, pero sí cuando puede, cuando asimilas, cuando ya no duele, cuando aceptas lo sucedido, cuando vuelves a tener el valor que creíste perdido, cuando alzas la voz, cuando le pones nombre. Esto se llama hostigamiento y a mí me pasó cuando tenía veintidós años, y apenas hablé de eso hace cinco años. Y hoy por hoy, es la primera vez que lo escribo.
Hoy, visibilizo y hago conciencia de una de las tantas formas de prácticas culturales que normalizan las violencias contra las mujeres, hoy visibilizo un hartazgo histórico que sigue impune porque aunque ya pasaron veinte años de esto que te escribo, no dudo en lo más mínimo que, en este preciso momento, ya lo hayas vivido. Y termino escribiendo desde lo más profundo de mi corazón esta sentencia: ¡Yo si te creo!

*Abogada con perspectiva de género y con perspectiva feminista, por una causa histórica.
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